jueves, 26 de octubre de 2006

RETRATO ESPIRITUAL DE SAN FRANCISCO DE ASIS

San Francisco de Asís (1182-1226) es el Santo más universal. Es uno de los más admirados en la Iglesia. Es el Santo Hermano de todos. Su forma de vida, marcó un estilo nuevo en la Iglesia, creó una manera peculiar de estar en el mundo, que contagió a los hombres y cambió el rumbo de la historia. Su instinto agudo para celebrar la vida cual alegre presencia luminosa de Dios, fácilmente le llevó a descubrir en el mundo y las criaturas, la belleza teofánica de la presencia de Dios.

Hacer en breves pinceladas un retrato espiritual de Francisco de Asís, no es nada fácil, ya que es un hombre que lleva en sí el alma de poeta, músico, artista, místico y santo. Se necesitaría la intuición sapiencial de la transparencia para revelar la inmaterialidad de lo celeste, o tal vez, estar en altura mística de unión transformadora, con ojos proféticos que revelasen los arquetipos divinos donde todo es espíritu y gracia. Aunque todo es posible en un Dios que es siempre revelación.

Y es que Francisco, desde su alegre juventud, el Evangelio se hizo para él palabra reveladora que transformó su vida. Desde su conversión, entró en ambiente de Dios que le hizo vivir en contínua experiencia mística, y en total fascinación del “Altísimo y bondadoso Señor”, dejándose avasallar por esa “plétora oceánica de la realidad que surge gloriosa de los abismos de Dios”.

Aupado en su filosofía del amor, Cristo se le reveló como transfiguración luminosa que llenaba su vida de luz y verdad, reveladoras de la trascendencia del Padre. Centrado en el misterio de la pobreza y humildad, Francisco vive la vida con gozo renovado a ritmo de perfecta alegría, como un hombre nuevo y liberado, en total disponibilidad y en místico éxtasis de amor divino, como el que ve en todo a Dios presente, y al que canta en lenguaje bíblico las maravillas de Dios en el cosmos, en las criaturas y en la belleza de la fraternidad universal.

Su centro de vida está en la experiencia profunda del Dios revelado en Cristo Jesús. El Evangelio de la cruz es el único libro que Francisco hizo vivo hasta encarnarle en su vida. El abismo de la pasión de Cristo le llevó al abismo de la com-pasión, de la ternura sublimada, de la fidelidad, de la entrega más total, hasta transformarse en la misma imagen del Crucificado. La consecuencia de este amor, le dejó a Francisco estigmatizado en su cuerpo, marcado de amor, a semejanza de la fiel imagen de Cristo, como serafín privilegiado, en virtud de la fuerza milagrosa y el poder del Espíritu de Dios que comenzó a actuar en él.

Toda la vida de Francisco fue vivir abrazado a Cristo en los hermanos. En ellos encontró el esplendor de la fraternidad, como la suma belleza de la armonía y la dulcedumbre más reveladora de del Dios, encarnado en el hombre y para el hombre. Por él se hace siervo, pobre, humilde, disponible, entregado, el más pequeñuelo y mínimo, porque en todo aspira el aroma sublime que irradia el espíritu y la belleza ejemplarizante de la vida de Cristo.

El humilde Francisco, fue siempre un hombre de profunda comunión con Dios en el hombre y las criaturas. Él supo hacer alegre la vida en esa búsqueda de Dios. Vivió con inusitada intensidad la belleza del espíritu. Poseía un instinto agudo para descubrir la presencia luminosa de Dios en cada criatura y vivirla como una constante teofanía de Dios. Había en él un sentido estético de la belleza, que le llevaba a expresar la vida como una gozosa manifestación de Dios. El mundo, las plantas, las flores, todo era motivo sugerente que llenaba su mente y su alma del misterio de Dios. Él mismo vivía como un artista del espíritu, como un mensajero encarnado en la belleza, haciendo de la belleza santidad y de la santidad belleza.

De ahí que el arte encuentre tantos motivos pictóricos en él, que reflejan la belleza de su espíritu. Pintores como el Greco nos le presenta en un cuerpo espiritualizado, cual signo de hombre deificado, con rostro que irradia luz interior como trasformando la fragilidad humana en un cuerpo habitado por Cristo. Murillo y Ribalta, le presentan fundido en un abrazo con Cristo crucificado, creando un espacio de éxtasis amoroso, donde todas nuestras palabras enmudecen. Zurbarán en sus diversa creaciones, nos mostrará al Santo como símbolo de la belleza y santidad, cual receptáculo puro donde Dios mora y vive, como constante presencia santificadora. Alonso Cano le ve en total admiración y resplandeciente de luz, cual Moisés en el Sinaí, brotando de su imagen destellos de gloria como lugar de teofanía.

Son muchos los grandes artistas que han encontrado en la persona de San Francisco de Asís, el Santo idóneo para pintar y reflejar esa sublimidad espiritual del alma. El alma no se ve, pero artistas como Ribera, Gregorio Fernández, Valdés Leal, Pedro de Mena, Sánchez Coello, entre otros muchos, cuando pintan o esculpen a San Francisco, nos muestran actitudes que reflejan el alma. Son esos momentos de encuentro con el trascendente, donde el artista sabe fusionarlos bellamente con el alma. Instantes privilegiados con lo sagrado en esa realidad “totalmente otra” superior al hombre. Espacios redimidos que se dilatan al infinito en total acción con el espíritu.

En la Iglesia, también el arte se vuelve sacramental, lugar de encuentro y revelación, signo visible donde el espíritu actúa como dedo invisible de Dios, trasformando la imagen en la suma Belleza, en símbolo revelador. Belleza inefable de Dios que se entremezcla en singular experiencia de fe y de comunión con ese mundo escatológico del más allá.

Es digno de admirar las veces que estos artistas han ensayado su arte sobre el retrato espiritual del Santo de Asís. Cada obra es un tratado de espiritualidad, un libro de oración y meditación, un vademécum para el creyente. Nos hacen reflexionar con sólo verlas. Son imágenes desmaterializadas que flotan como venidas de otro mundo. El peso y la opacidad de la materia desaparecen para volverse ligeras, ágiles, haladas, celestes. Están totalmente espiritualizadas como rayos de energía deificante. Son cuerpos donde a través de los pliegues de la estameña del hábito, se esconde el alma seráfica del “Poverello”, llena de luz misteriosa y gracia transfigurante.

Estos retratos espirituales de los citados artistas, manifiestan una composición tan armónica entre cuerpo y alma, que impacta y nos deja ensimismados por la acentuada elegancia y belleza, engalanadas e impregnadas de acentuada esbeltez. Es el rostro dulcificado del Santo de Asís el que nos cautiva, el que expresa el espíritu donde aflora el hombre interior. Es la belleza del mundo nuevo revitalizado por la gracia, como un universo renovado. “habitado por las energías divinas y visibles en esos seres con rostro de eternidad”. Todo el santo está penetrado de ese misterioso silencio de lo divino, al tiempo que también está embriagado de vida y movimiento, de vitalidad y de energía, exuberante de belleza y perfecta alegría, en vía de convertirse en ese cosmos de gozo renovado y nueva criatura.

“Desde la Encarnación del Verbo todo está dominado por el rostro, el rostro humano de Dios”. Este es el punto de partida para estos artistas, de ahí que centren la atención en el gesto y las miradas. Aquí, las miradas hablan desde el interior, con la fuerza del fuego celeste de Pentecostés, que nos purifica e impresiona, cual si fuera el espíritu el que nos mira y nos habla.

Son retratos en los que hay complicidad de entendimiento entre esa paradoja del lenguaje visual y el místico. Toda la escena está circundada de paz interior, “escondida en el corazón del hombre redimido” (1 Pe. 3, 4). Sólo los grandes artistas saben crear estas escenas o momentos arrancados del más allá, donde aún palpita el ser humano, pero ya despojado de lo inútil y centrado en lo único necesario.

Sin lugar a duda, estos artistas son auténticos biógrafos del espíritu, al tiempo que son poetas y cantores de la belleza como del colorido. Nadie da lo que no tiene. Ellos nos ofrecen estas vivencias de fe, como la suma de su experiencia en esa lucha interior por revelar el don de la belleza. Es su forma de manifestar y envolver esa gama de cromatismos, donde la materia se mezcla con la irradiación que nos abre a lo invisible, cual nueva luz tabórica, que nos introduce en esa verdadera luz solar, “donde se vive el deseo ardiente e innato de lo bello y lo santo” (S. Basilio. P.G. 31,909 BC).

Como en la Palabra de Dios, se necesita la fe para mirar estas obras de arte. Sólo las miradas de los distraídos necesitan mirarlas muchas veces. Si las miramos con ojos de belleza, nos arrebatarán el alma y sentiremos la presencia del Santo, que nos expresa su misterio de intercesión. El mismo San Pablo estableció este fundamento de la imagen como revelación y manifestación de Dios. “Cristo es la imagen del Dios invisible” (Col. 1, 15). Y si en Cristo aparece la imagen de Dios hecha hombre: Dios-Hombre, en Cristo se realiza y culmina la imagen plenificadora del hombre-Dios.

Mirado desde este punto, la imagen del hombre es también la imagen de Dios. El hombre sólo es verdadero, sólo es real en la medida en que refleja esa imagen de Dios. Imagen hecha gracia en el Santo, donde se proyecta como en un espejo la belleza divina. Belleza que en estos retratos espirituales se hace imagen del hombre trasfigurado en imagen de Dios.

jueves, 27 de julio de 2006

CRISTO, VARON DE DOLORES

“Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado de los hombres, como varón de dolores acostumbrado al sufrimiento. El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros le vimos como un leproso, herido de Dios y humillado; él fue traspasado por nuestras rebeliones; triturado por nuestros   crímenes.  Nuestro castigo cayó sobre él;  sus cicatrices  nos han curado. Todos andábamos como ovejas sin pastor y el Señor cargó sobre él nuestros crímenes. Maltratado, se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero. Sin defensa ni justicia lo condenaron”  (Is. 53, 1-8).

Este texto de Isaías, profetizado ocho siglos antes de Cristo, se cumplió enteramente en Jesús de Nazaret. Críticos e historiadores así lo afirman.

    Vivimos en estos días el acontecimiento  salvífico más importante de la humanidad: la muerte y resurrección de Cristo. Los cristianos vivimos la Semana Santa  centrados en la pasión  del Señor, recordando y siguiendo las escenas de dolor y sufrimiento por las que tuvo que pasar Cristo.  Los días de Semana Santa son días de comunión en el dolor, días de acercamiento y de fraternidad con éste Jesús que lo dio todo por nosotros; días de pensamientos centrados en los acontecimientos más  trascendentales de la vida de Cristo, en esa fidelidad de la entrega y el dolor.

    Y ante el dolor y la muerte de Cristo, queremos llenar nuestro espíritu de reflexiones y vivencias que nos ayuden a  profundizar en el conocimiento de la muerte de Cristo.  Conocer a Cristo en el dolor es identificarnos  con El en el Amor, llenarnos de vida redentora, buscar el sentido de nuestro propio dolor; aprender a configurarnos con el sufrimiento para identificarnos con Él.

    Por eso, de entrada nos preguntamos: ¿Para qué y por qué el dolor? ¿Qué sentido tiene el dolor. ¿Por qué sufrió Cristo? ¿Cuáles fueron sus mayores sufrimientos? ¿Cómo vivió Cristo la hora del dolor?  Son muchas las preguntas que nos podríamos formular a este respecto, pero nos centraremos sobre el dolor y sufrimiento que padeció Cristo en la pasión por nuestra redención.

    Todos por experiencia sabemos que el dolor o sufrimiento causa a la persona un estado de decaimiento profundo y desaliento espiritual. A veces el dolor desequilibra totalmente a la persona.  Los médicos definen el dolor: como “sensación perturbadora que produce sufrimiento o angustia, que frecuentemente se refleja en el exterior de la persona”, tanto en la vida física como en el ánimus, alma, o vida espiritual. El dolor o padecimiento de Cristo en la cruz es revelador y símbolo de expiación del sufrimiento. También desde el dolor Dios se nos revela, como nos habla desde la cruz.

    Cuando en el credo confesamos que Jesucristo “padeció”, nos referimos, evidentemente, a los sufrimientos de la pasión, que desembocaron en la muerte en Cruz. Y no sólo nos referimos  a los sufrimientos físico-corporales, sino también a los psíquico-espirituales, pues tal vez, éstos fueron los que le produjeron mayores sufrimientos, ya que su capacidad espiritual supera todo lo humano.

    Los Evangelios serán nuestra fuente principal de información. Aunque los cuatro entre sí se complementan, cada uno pone su diferencia de matiz o énfasis en lo que quiere resaltar. Tanto S. Marcos como S. Mateo, presentan con cierto relieve, el aspecto doloroso de la pasión, resaltan la idea de que Cristo es el justo atribulado, el Siervo de Yahvé, que carga sobre sus espaldas los sufrimientos ocasionados por los pecados del pueblo. Por su parte, San Lucas no ignora el aspecto doloroso de la pasión, recordando el terrible fuego que se está cebando sobre “el leño verde” (Lc. 23,31). Al tiempo que San Juan resalta que Jesús aceptó voluntariamente la pasión hasta sus últimas palabras (Jn. 19, 28-30) y que obedeció filialmente cumpliendo las profecías hasta el último detalle, como expresión de la voluntad del Padre.

    La pasión encierra el último periodo de la vida de Jesús, es ese fragmento vital que se prolonga desde que es detenido en el huerto de Getsemaní, hasta que es sepultado en el huerto cerca del Gólgota. Comienza el itinerario en el huerto y sigue en la casa de Anás y Caifás,  pasando por Herodes y el pretorio de Pilatos como el palacio de Antipas hasta llegar al Gólgota, o lugar de la calavera.
    

Sufrimientos psíquico-espirituales.

    Según algunos entendidos, estos sufrimientos superan con frecuencia a los fisco-corporales. El poder del espíritu tiene alcances incalculables en la persona. Para muchos es el alma, el  espíritu, el que sufre y el que goza. El cuerpo de por sí, sólo es un reflejo donde se manifiestan los sentimientos del gozo, la alegría o el dolor.

    En primer lugar, Cristo sufrió la gran pasión de los sufrimientos espirituales, pues él tenía la conciencia de vivir la misión del “Hijo de Dios”. Sufrimientos que en El fueron doblemente torturadores. San Juan resalta que Jesús aceptó voluntariamente la pasión hasta sus últimas palabras (Jn. 19, 28-30) y que obedeció filialmente cumpliendo las profecías hasta el último detalle, como expresión de la voluntad del Padre. A  Jesús se le persigue porque está en contra de la Ley, y por tanto, en contra de Dios. Los fariseos son competidores de Jesús y le discuten hasta el sentido relativo de la Ley de Moisés, como la tradición de los ancianos, que interpretan la pureza ritual, el incremento de ayunos, el reposo del sábado, el divorcio, etc.

    A Jesús se le acusa como profanador del templo, por realizar funciones escandalosamente públicas. “Yo destruiré este Santuario hecho por hombre”  (Mc. 14, 58, Jn. 2, 19).  Estas palabras de la destrucción del templo, se presentaron como prueba contra él ante Caifás.  Se le acusa y persigue porque le aclaman como Mesías, aunque él nunca lo dijera; como se le considera reo de muerte porque se hace Hijo de Dios y se le proclama Rey de los judíos.

    Una de las fuertes acusaciones de los sumos sacerdotes y fariseos, es porque le declaran falso profeta. Ésta es la gran cuestión para los judíos. Jesús no habla en nombre de Dios, como es también falso el que hablara de la destrucción  del templo, el lugar sagrado y símbolo de la presencia de Dios.  Se le declara impostor   porque no es el enviado de Dios. ¿Con qué autoridad haces esto?  (Mc. 11, 28, Mt. 21, 23;  Lc. 20, 21).  Y sobre todo, se le acusa y condena por blasfemo (Mt. 26, 65),  porque perdona los pecados, que sólo Dios puede hacer. Para Caifás, Jesús, es  merecedor de una condena de muerte, y “según la Ley tiene que morir, porque se hace Hijo de Dios” (Jn. 19, 7).

    Ante la gente y el populacho rabioso y enfurecido, al que tantas veces le curó y le dio de comer, Jesús tiene que oír gritos de insultos, blasfemias de odios y desprecios, jamás imaginados que hieren los oídos. Hasta  llegar al desprecio de  preferir la libertad del más terrible facineroso  bandido, como Barrabás, antes que la libertad del inocente Jesús.  Todo el proceso de la pasión, es una continua humillación y un odio demoníaco desatado contra Jesús, que no tiene precedentes. Y todo esto, en la persona de Jesús, que poseía una sensibilidad  infinita, le produciría sufrimientos incalculables.

    Jesús sufrió también, el terrible olvido y el abandono de los suyos, cuando no hasta los desprecios de Pedro, que le niega y desconoce hasta con juramentos. Y sobre todo sufre ante Judas –el traidor-, que le vende por unas monedas y sin la más mínima piedad  le entrega con un beso, sabiendo que le lleva a la muerte más cruel.

    Todos estos momentos son situaciones psicológicas y espirituales de gran tensión y profunda tortura espiritual. El dolor o sufrimiento psicológico como el espiritual, cuando alcanzan la profundidad religiosa y dimensión de sensibilidad, como la que tenía  Cristo, sitúa a la persona al límite del sufrimiento y desaliento humano. Sólo mediante una  gran capacidad o fuerza especial, puede superarse sin desfallecer o llegar al shock de infarto.

    Frente a tantas obras buenas, curaciones y milagros, Jesús recibe como pago nuestras traiciones y cobardías, que herirían en grado sumo, los sentimientos espirituales que vivían de forma redentora en su interior. Es esa terrible hostilidad y el odio ontológico de nuestra maldad hacia el Santo de Dios, hacía el Puro e Inocente Jesús, el Hijo de Dios. “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores”  (Mt. 26, 45).
             

Padecimientos físico-corporales.

    Y si hasta ahora nos hemos detenido en los padecimientos psíquico-espirituales, los físico-corporales saltan a la vista, ya que son los que más fácilmente podemos representar.  Pensemos en la humillación de ser atado, burlado, ofendido con palabras y bofetadas, en los salivazos y desprecios, en los sarcasmos y blasfemias que recibió en la terrible flagelación, castigado sin piedad hasta la extenuación. La coronación de espinas, cargada de ironía burlesca, de ofensa y dolor.  El escupir en la cara, “era una de las mayores bajezas y el desprecio más ignominioso que se le podía hacer a la persona”, dice Cicerón. A Cristo se le trató sin ninguna piedad,  se le aplicó el castigo más inhumano y terrorífico. Todas las sañas y venganzas cayeron sobre El. La muerte de Cristo  simboliza externamente, la derrota  total y el fracaso más ignominioso del ser humano.

    Las descripciones que hacen sobre los azotes e inhumanas palizas, que daban a los condenados a muerte, como la que recibió Cristo, son descripciones muy suavizadas en los evangelistas, pero los historiadores y los autores más especializados e importantes de la época, nos hacen descripciones que dan escalofríos al sólo leerlas, introduciéndonos en la mayor terribilidad de los sufrimientos  y  torturas causados por la chusma más inhumana. Sólo mencionaremos algunas de las escenas por las que pasó Jesús, para que recordemos con horror ese holocausto.
             
Getsemaní. 
    Ante la prueba más terrible del dolor y sufrimiento de la pasión, Jesús se preparó mediante la oración para llenarse de la fuerza de Dios. En Getsemaní se inicia el tiempo de prueba en el que Jesús experimenta la dureza de la muerte y la incertidumbre de la respuesta de Dios. La tensión de su oración llegó a su punto álgido de tal manera, que su sudor se convierte en “gotas espesas de sangre que caen en tierra” (Lc. 22, 44).   Algunos entendidos dicen que cuando esta situación se da, se corre el riesgo de morir de infarto.
  
    Jesús tuvo que interrumpir su oración porque repentinamente llegaron los soldados armados que venían a prenderle.  Capitaneados por Judas, de quien los evangelios le describen como “avaro, ladrón y traidor”, resulta ser instrumento de Satanás, pues cegado por el poder, la ambición y el dinero, le convierten en agente diabólico del mal. La traición de Judas, como encarnación del mal, no es un acto que se explique desde la libertad, en el fondo Satanás y el dinero son una misma fuerza de muerte y destrucción que anula al ser humano.

    De esta forma, con un beso traidor, es entregado el Hijo del hombre. Maniatado y a golpes, es llevado y entregado a los sumos sacerdotes, quienes le entregan a Anás y Caifás, pasándole por Herodes y Pilatos, para que éste lo juzgue y condene.

La Flagelación y coronación de espinas.
    Sin lugar a dudas, la flagelación debió de ser la tortura física más cruel e inhumana que recibió Jesús. Sólo a una mente perturbada y cobarde como la de Pilatos, se le ocurrió la idea, para justificarse ante el populacho, de someter a Jesús a la más inhumana paliza, antes de crucificarle. Maniatado a la columna en postura de encorvado para recibir mayor daño en el castigo, Cristo recibe una paliza tan brutal y sanguinaria, que de no haber sido un hombre fuerte como fue él, hubiera muerto en el acto. El odio, la venganza, la maldad y las traiciones humanas, se desencadenaron como en una competición, para ver quien hacía más daño sobre el cuerpo inmaculado de Cristo.

    La Madre Ágreda, a quién por revelación se la permitió ver esta escena, describe este momento de tortura, en el que se turnan los más fornidos sayones para hacer más daño al divino Redentor, llegando a tal espanto, que hasta los ángeles llorando con inmensa pena, no pueden contemplar tan atroz e inhumano dolor.

    El mismo Cicerón, hablando sobre los tormentos que infligían a los condenados a muerte, los califica como “el suplicio más cruel y terrible que se da al ser humano”. Y en opinión de Flavio Josefo: “es una tortura tan terrible, que rebasa los límites humanos” (Antigüedades, 13, 381).  “Esta exacerbada tortura, sólo se aplicaba a los que cometían los peores crímenes; se daba sobre el cuerpo desnudo, haciéndoles saltar la carne, hasta los huesos. Tal brutalidad del castigo era tan insoportable, que muchos morían en este suplicio” (Flavio Josefo. Guerra. 6,304).

    Tanto los azotes como los sufrimientos que acompañaban a la flagelación, estaban destinados para hacer sufrir más al condenado, antes de que llegara la crucifixión, como acto final. Séneca se pregunta:  “¿Vale la pena colgar en el patíbulo de la cruz, con los brazos desencajados y el cuerpo lleno de llagas, deseando retrasar la muerte para infligir más tormentos?”  (Epístolas, 101, 12).   

    Realmente es terrible y diabólico, hasta dónde puede llegar el sadismo humano, dando una muerte lenta para hacer sufrir más a la persona. Esto sólo entra en los cálculos satánicos y en una mente llena de maldades como la de Lucifer. Pero en realidad, esto es lo que se hizo con Jesús. Pilato tuvo en sus manos el ser redentor de su mismo Redentor, pero por cobardía y por decisión expresa suya, le aplicó esta terrible flagelación, como nos lo describen los diversos autores y Evangelios.
            
La corona de espinas.
    Pero no quedó ahí la tortura. La soldadesca burlona le siguió ofendiendo en el pretorio. Le colocó un manto de púrpura sobre los hombros, una caña como cetro en sus manos y una corona de espinas en su cabeza. Y con golpes y risotadas se burlaban de él diciendo: “adivina quién te dio”  (Lc. 22, 64). Lo maltrataron y lo escupieron con el mayor desprecio y Jesús humillado,  les mira con compasión y les perdona.

    A Jesús se le vistió para subir al Gólgota, pero tuvo que cargar con su cruz, dos palos cruzados de unos 60 kilos. Después de lo dicho, los tormentos, el dolor y la fiebre, nada de extraño que le faltaran las fuerzas y cayera por tierra. La calle de la amargura era empinada, sus fuerzas estaban muy debilitadas, de ahí  que se obligue a un hombre para que le ayude a llevar la cruz y no muera en el camino. De esta forma, ese hombre, Simón de Cirene, se convirtió en testigo privilegiado de la pasión.

La crucifixión.
    Sobre el calvario, a Jesús se le clavó de pies y manos en la cruz. Para algunos esto fue motivo de compasión para otros fue de burla, desprecio, sarcasmo y vergüenza. Entre todas las miradas, la de María, su Madre, que a su vez está hecha un mar de lágrimas y dolor, le infunden amor y valor, pues Jesús está al límite de sus fuerzas.

    La crucifixión era el tormento de muerte del que nadie podía escapar. Estaba destinada como castigo a los más perversos de la sociedad. Por eso, tenía que ser de dureza ejemplar para escarmiento. A Jesús se le despojó de los vestidos, éstos no servían para el sacrificio, y sobre la cruz tendida en el suelo, se le clavó con la mayor rudeza. Y sobre la cruz colocaron la causa de su condena: I.N.R.I. (Jesús Nazareno Rey de los Judíos) Luego esperaron hasta la muerte en esa agonía lenta.

    ¿Quién podrá describir esos terribles momentos de agonía por los que pasa Jesús?  La muerte es dura para todos. Dicen que en ese trance pasa la película de la vida sobre la mente del agonizante. También Jesús en esos terribles instantes recordaría los momentos claves de su vida... Tal vez, los tiernos besos de su Madre; las parábolas de misericordia y las bienaventuranzas del Reino, predicadas con amor; el anunciar el camino del Padre y el dar de comer a los hambrientos; devolver la vista a los ciegos y curar a los leprosos. El, que era la encarnación y el Hijo de Dios, está ahora en el patíbulo muriendo como un malhechor sin compasión humana.

    Pero lejos de llegar a la desesperación, de sus labios sólo salieron palabras de perdón. Sus últimas palabras son una oración de clemencia hacia el Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?  (Mc. 15,34). Y mirando a los verdugos exclama: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. (Lc. 23, 34).  Después, mirando a su Madre y al discípulo amado que estaba con ella, les dice. “Mujer, ahí tienes a tu hijo” – “Ahí tienes a tu madre” (Jn. 19, 26-7).  Uno de los ladrones le suplica misericordia y El le responde: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43).   Agotado por la fiebre y por la ardiente agonía, dice: “Tengo sed”  (Jn, 19, 28).  Terminado el recuento de su vida en la misión encomendada, exclama: “Todo está cumplido” (Jn. 19, 30).  Y cuando la muerte  llama a su puerta sin detenerse, Jesús dice su última palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc, 23, 46).

    Así murió Jesús, el Inocente, el Santo de Dios, en total obediencia y entrega al Padre y como consecuencia del suplicio de la crucifixión con la que todos le condenamos. Pero la condena del inocente, aún planea como una sombra por encima de los acontecimientos que se suceden. La muerte de Jesús ha sido el anuncio de la victoria final... Con Jesús ha comenzado una nueva alianza, en la que el templo ha sido sustituido por su misma persona y se ha constituido puente entre Dios y la humanidad.

    La muerte de Jesús pone de manifiesto lo que era: el Hijo de Dios hecho hombre. Le hemos visto morir como “Hijo de Dios”. Se sometió en todo como nosotros y fue obediente hasta la cruz, pero es a partir de ahí cuando comienza el triunfo de Jesús Los enemigos creen que el galileo ha sido derrotado, pero es ahí cuando comienza el triunfo de Jesús. La humillación y muerte voluntaria le han valido la exaltación y un Nombre sobre todo nombre (Fil. 2, 7-10). El con su infinito amor venció a la muerte, como el mal total, y ahora vive para siempre.  Por Cristo y en Cristo, se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, ya que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó y con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, haciéndonos hijos en el Hijo, por el que clamamos con el Espíritu: Abba ¡Padre!

    Tal vez ahora entendamos mejor los interrogantes del dolor y el por qué sufrió Cristo. Su pasión se ha vuelto redentora, con su entrega nos ha salvado.  Se ha constituido puente por el que llegamos a Dios... Su amor y fidelidad ha vencido al odio satánico y al mal que condena. El mismo nos dijo: Dios es amor, y el que ama Dios habita en él. El que ama ha comenzado ya el tiempo de Dios. El amor y el dolor en la persona humana son paralelos, forman parte esencial de nuestra existencia. El que aprende a vivir de amor se identifica con Cristo y su vida se hace igualmente redentora. Se une al coro de los mártires  que entregan su vida y donde Dios se hace vida en el  que le arrancan la vida. Pues el que cree en El tiene la luz de la vida y vive para siempre.

    Sin amor, nunca comprenderemos la pasión de Cristo ni el misterio de Dios. ¿Cómo puede el hombre comprender el Amor infinito que está a la altura de Dios?  Para Cristo aceptar la Cruz significa introducir en el interior de sí, por infinita compasión, el pecado del mundo como suyo propio. Así, la Cruz ha hecho culminar el abismo de la inocencia y el abismo de las tinieblas para llegar a una sola cosa: Abba, Padre. De esta forma, en la muerte de Cristo la muerte es la que muere. Y desde entonces, ningún hombre muere ya sólo,  Cristo muere con él para resucitarlo con El.

    Que estos días nos llenemos de ese amor que sobreabundó en Jesús. Y que cuando pase Cristo crucificado por nuestras calles le digamos como San Juan Crisóstomo: “Le veo crucificado y lo llamo Rey, le veo humillado y en su mano está el poder, El vive para siempre”.