viernes, 7 de septiembre de 2007

VICTOR CHUMILLAS Y COMPAÑEROS MÁRTIRES

ALELUIA!! “Este es el día del Señor, este el tiempo de la victoria”.  “Ahora podemos decir –como el Padre San Francisco- que tenemos 22 auténticos hermanos más” reconocidos por la Madre Iglesia como beatos, y en camino de ser declarados Santos.

Desde  SANTUARIO  hacemos oficial el reconocimiento de alabanza y de loa, a este grupo de 22 religiosos franciscanos, encabezados por el P. Víctor Chumillas, de la Provincia de Castilla, que inmolaron sus vidas  ejemplarmente durante la persecución religiosa en España, dando testimonio de su condición de frailes Menores, profesando una fe ejemplar, por la que dieron su vida invocando al Rey del Universo y a su Madre, la Virgen Inmaculada. Nuestros Beatos sufrieron el martirio en la madrugada del 6 de agosto de 1936, en plena Mancha y en el término de Fuente el Fresno (Ciudad Real).

Sí, hoy es un día gozoso para nosotros, porque proclamamos a nuestros Hermanos  entre los santos y elegidos de Dios y beatificados por la Madre Iglesia. Hoy queremos anunciarlo a los cuatro vientos y con el sonido de las trompetas vaticanas, que nuestros mártires, los que derramaron su sangre por amor y exclusivamente  por confesar a Cristo y a su Madre Santísima, han subido a los altares y sus nombres han quedado grabados en el libro de la vida.

Este es el momento solemne  de entonar el himno de alabanza que entona la Iglesia en  acción de gracias con ritmo gregoriano. TE DEUM LAUDAMUS. Te martyrum candidatus, laudat exercitus.  (A ti, oh Dios, te alabamos. A ti te ensalza el blanco ejército de los mártires). Ese innumerable ejército que han blanqueado sus vestidos con la sangre del Cordero. Ese admirable grupo que testificó la verdad con su propia sangre. Esos que entonan el himno, que nadie más que ellos sabe cantar. Los que siguen al Cordero donde quiera que vaya. Los que están marcados con el sello de la vida. Esos que están delante del trono y del Cordero con palmas en sus manos. Los que sólo ellos podrán responder: “Amén. Bendición, gloria y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios, por los siglos de los siglos”.  (Ap. 7, 12)

La Iglesia, aplicando el Evangelio sobre ellos hoy les dice: “Bienaventurados vosotros, los perseguidos  por causa de la justicia, que para vosotros es el reino de los cielos. Dichosos seréis cuando os injurien y persigan por causa de mi nombre, pues vuestra recompensa será grande en el reino de los cielos. (Mt. 5. 10)

Abundan en la Palabra de Dios, los textos alusivos a estos acontecimientos. El Apocalipsis tiene palabras en rito de doxología que son verdadera epíclesis de consagración con el Cordero y el Dios de la vida. En esa liturgia celeste, ellos, vestidos con blancas vestiduras y palmas en sus manos, proclaman la salvación que Dios ha realizado por Cristo.

No podía ser de otra forma para los que dieron la vida por amor. “El signo más perenne del amor cristiano, es la memoria de los mártires”. Que nunca se olvide su testimonio. Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El martirio es el signo del amor más grande que compendia cualquier otro valor. Su existencia  refleja la suprema palabra pronunciada por Jesús en la misma cruz: “Padre, perdónales, que no saben lo que hacen”, Lc. 23, 34.  (Juan Pablo II. Bula Incarnationis mysterium. nº 13, Año 2000).

Con frecuencia se piensa que la época de los mártires había terminado. Cuando leemos las actas de los mártires de los primeros siglos del cristianismo, especialmente de las persecuciones romanas y escuchamos los relatos conmovedores de los mártires Tarsicio, Cecilia, Eulogio, Sixto o Cornelio –por citar algunos-,  nos parece que esto ya nunca se daría más; sin embargo, el siglo que ha terminado, cerrando el segundo milenio, nos ha dejado ejemplos mayores. Nunca se han dado tantos mártires en la Iglesia como ahora, ni tantos testimonios de fe heróica. Dios en nuestro tiempo aún sigue perseguido en cada uno de los cristianos, donde Cristo sigue vivo.

A nuestros Hermanos se les condenó sin juicio y sin causa, sólo por confesar a Cristo. Se les arrebató la vida por defender y vivir el Evangelio. Su voz quedó truncada y reducida a la Iglesia del silencio. El enemigo reía y celebraba su gran victoria. Pero ignoraba que la sangre del mártir es una voz incontenible que grita y proclama la fuerza fecunda  de nuevos cristianos. También la voz de Cristo mezclada con su sangre silenciosa y redentora junto a la cruz, parecía truncada y derrotada. Pero allí mismo se alzó victoriosa en la nueva Iglesia, multiplicándose aún en medio de persecuciones y hoy se cuentan por cientos de millones los testigos del crucificado. La fe en el resucitado hoy es proclamada y ensalzada. “Vuestra experiencia de muerte y resurrección, pertenece a la Iglesia y al mundo entero” (Juan Pablo II.). “Vivisteis la experiencia del Viernes Santo, pero como hombres de fe, sabíais que la vida de Cristo no terminó en el Viernes Santo, sino en la  Resurrección gloriosa” (Madre Teresa de Calcuta).

El martirio es la mayor prueba de amor. Dios es amor y el que ama imitando ese amor, es testigo fiel de Dios. “El martirio es el supremo testimonio de la verdadera fe” (Catecismo de la Iglesia nº. 2473).  Y el Vaticano II nos presenta el verdadero modelo de mártir en Jesús, el Hijo de Dios, que manifestó su amor entregando su vida por nosotros. Y “nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por El y sus hermanos” (Jn. 15, 13). Los cristianos por el martirio se asemejan a su Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo. Se conforman a El y su sangre es estimada por la Iglesia como don eximio y suprema prueba de amor (Lumen Pentium, nº 42)

Nuestros mártires conformaron su vida con la de Cristo, Cristo terminó en la Cruz diciendo: “Padre, perdónales que no saben lo que hace” (Lc, 23, 34).  Estas mismas palabras las pronunciaron nuestros Hermanos cuando entregaban por Cristo sus vidas, no sin antes perdonar a los verdugos y orar por ellos. El perdón a los enemigos es un atributo del mártir cristiano. Les insultaban, y ellos  bendecían, los difamaban, y ellos dirigían palabras de bondad, eran afrentados y perseguidos y lo soportaban  todo con afabilidad (I Cor. 4, 12-13).

Por eso, nadie como el arte sabe manifestar con armonía y belleza la luz de la gracia, en ese retrato espiritual de estos testigos de la verdad y de la fe. El arte fue el que embelleció a los mártires con la palma del martirio, como signo de resurrección por su fidelidad a Dios hasta la muerte. El arte envolvió la figura del mártir  en un hálito de majestad  divina, que introduce al Santo en la amistad de Dios. La corona de luz que puso sobre sus cabezas, recuerda e indica el brillo espiritual que habita en él. En la Biblia, la corona como la aureola, son símbolos de la realeza,  como reflejo del poder divino. Se le ofreció a David la corona, como símbolo del poder y por el amor que mostró a su Hacedor. (Eclo. 47, 8). Igualmente se recompensó a Israel, como se coronó a Cristo, “lleno de gloria y honor” (Hebr. 2, 7). Y al que sigue el camino de la fe, “Dios pondrá en su cabeza una diadema de gracia” (Prov. 4, 9).

El arte nos introduce en la fidelidad y la espiritualidad del que es fiel a Cristo, llenando de color y policromía la entrega del amor sacrificado y martirizado. El ojo del arte nos introduce en la  cámara misteriosa y espiritual, donde el amor del mártir se funde con la inmolación de Cristo. Es esa belleza arrobadora que nos adentra en el mundo de la fidelidad y de la escucha del Logos de Dios. Para el mártir, Cristo es la plenitud y la doxología de Dios, que habita corporalmente en él y que se irradia en el cosmos de su vida, como luz espiritual y forma configurada que le deifica.

La luz de la fe del mártir es un destello del amor de Dios, que en la fidelidad y seguimiento de Cristo, le ha llevado a la plena identificación con El. El mártir se hace otro Cristo, para morir y resucitar en la gloria única de Dios. El arte nos presenta al mártir como persona que ha tomado en serio el eros humano y lo ha transformado en ágape de Cristo, convirtiendo en momentos sublimes  ese amor que se vuelve éxtasis de unión, por morir a la cruz del mundo, donde Cristo fue crucificado. De ahí que el arte del mártir se convierta en imagen de presencia, en belleza transformada en gloria, en icono de gracia y arte de Dios.

Cada obra de arte nos evoca la belleza espiritual del martirio, al tiempo que nos introduce en la nueva encarnación del Hijo de Dios, para gloria del Padre, haciéndola visible para los que aún no tienen ojos de belleza. Esta  teología del arte nos introduce en la belleza de Cristo, el Hijo, donde nos convertimos en hijos de Dios, en imagen suya, en auténticos hermanos. Sólo la belleza de Cristo nos dará la clave para comprender los enigmas espirituales de la trascendencia.

La luz de la fe del mártir, iluminada por la belleza del arte nos revela mejor la verdad de Dios. Ellos son los que irradian la belleza de la esfera divina, del mundo del Logos cósmico, de la luz central y espiritual del Dios uno y trino. Su vivencia del amor bello y armónico, se ha convertido en el pondus amoris, en libre energía de amor y entelequia espiritual que les ha llevado a la total identificación con Cristo.

Que la locura del gólgota  de nuestros mártires que les hizo ganar el “ascendi superius” y el “sede a dextris meis” (sube mas alto y siéntate a mi derecha),  iluminen nuestros ojos para ver mejor a Dios y ser fieles a la obediencia estética de la cruz.