jueves, 27 de julio de 2006

CRISTO, VARON DE DOLORES

“Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado de los hombres, como varón de dolores acostumbrado al sufrimiento. El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros le vimos como un leproso, herido de Dios y humillado; él fue traspasado por nuestras rebeliones; triturado por nuestros   crímenes.  Nuestro castigo cayó sobre él;  sus cicatrices  nos han curado. Todos andábamos como ovejas sin pastor y el Señor cargó sobre él nuestros crímenes. Maltratado, se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero. Sin defensa ni justicia lo condenaron”  (Is. 53, 1-8).

Este texto de Isaías, profetizado ocho siglos antes de Cristo, se cumplió enteramente en Jesús de Nazaret. Críticos e historiadores así lo afirman.

    Vivimos en estos días el acontecimiento  salvífico más importante de la humanidad: la muerte y resurrección de Cristo. Los cristianos vivimos la Semana Santa  centrados en la pasión  del Señor, recordando y siguiendo las escenas de dolor y sufrimiento por las que tuvo que pasar Cristo.  Los días de Semana Santa son días de comunión en el dolor, días de acercamiento y de fraternidad con éste Jesús que lo dio todo por nosotros; días de pensamientos centrados en los acontecimientos más  trascendentales de la vida de Cristo, en esa fidelidad de la entrega y el dolor.

    Y ante el dolor y la muerte de Cristo, queremos llenar nuestro espíritu de reflexiones y vivencias que nos ayuden a  profundizar en el conocimiento de la muerte de Cristo.  Conocer a Cristo en el dolor es identificarnos  con El en el Amor, llenarnos de vida redentora, buscar el sentido de nuestro propio dolor; aprender a configurarnos con el sufrimiento para identificarnos con Él.

    Por eso, de entrada nos preguntamos: ¿Para qué y por qué el dolor? ¿Qué sentido tiene el dolor. ¿Por qué sufrió Cristo? ¿Cuáles fueron sus mayores sufrimientos? ¿Cómo vivió Cristo la hora del dolor?  Son muchas las preguntas que nos podríamos formular a este respecto, pero nos centraremos sobre el dolor y sufrimiento que padeció Cristo en la pasión por nuestra redención.

    Todos por experiencia sabemos que el dolor o sufrimiento causa a la persona un estado de decaimiento profundo y desaliento espiritual. A veces el dolor desequilibra totalmente a la persona.  Los médicos definen el dolor: como “sensación perturbadora que produce sufrimiento o angustia, que frecuentemente se refleja en el exterior de la persona”, tanto en la vida física como en el ánimus, alma, o vida espiritual. El dolor o padecimiento de Cristo en la cruz es revelador y símbolo de expiación del sufrimiento. También desde el dolor Dios se nos revela, como nos habla desde la cruz.

    Cuando en el credo confesamos que Jesucristo “padeció”, nos referimos, evidentemente, a los sufrimientos de la pasión, que desembocaron en la muerte en Cruz. Y no sólo nos referimos  a los sufrimientos físico-corporales, sino también a los psíquico-espirituales, pues tal vez, éstos fueron los que le produjeron mayores sufrimientos, ya que su capacidad espiritual supera todo lo humano.

    Los Evangelios serán nuestra fuente principal de información. Aunque los cuatro entre sí se complementan, cada uno pone su diferencia de matiz o énfasis en lo que quiere resaltar. Tanto S. Marcos como S. Mateo, presentan con cierto relieve, el aspecto doloroso de la pasión, resaltan la idea de que Cristo es el justo atribulado, el Siervo de Yahvé, que carga sobre sus espaldas los sufrimientos ocasionados por los pecados del pueblo. Por su parte, San Lucas no ignora el aspecto doloroso de la pasión, recordando el terrible fuego que se está cebando sobre “el leño verde” (Lc. 23,31). Al tiempo que San Juan resalta que Jesús aceptó voluntariamente la pasión hasta sus últimas palabras (Jn. 19, 28-30) y que obedeció filialmente cumpliendo las profecías hasta el último detalle, como expresión de la voluntad del Padre.

    La pasión encierra el último periodo de la vida de Jesús, es ese fragmento vital que se prolonga desde que es detenido en el huerto de Getsemaní, hasta que es sepultado en el huerto cerca del Gólgota. Comienza el itinerario en el huerto y sigue en la casa de Anás y Caifás,  pasando por Herodes y el pretorio de Pilatos como el palacio de Antipas hasta llegar al Gólgota, o lugar de la calavera.
    

Sufrimientos psíquico-espirituales.

    Según algunos entendidos, estos sufrimientos superan con frecuencia a los fisco-corporales. El poder del espíritu tiene alcances incalculables en la persona. Para muchos es el alma, el  espíritu, el que sufre y el que goza. El cuerpo de por sí, sólo es un reflejo donde se manifiestan los sentimientos del gozo, la alegría o el dolor.

    En primer lugar, Cristo sufrió la gran pasión de los sufrimientos espirituales, pues él tenía la conciencia de vivir la misión del “Hijo de Dios”. Sufrimientos que en El fueron doblemente torturadores. San Juan resalta que Jesús aceptó voluntariamente la pasión hasta sus últimas palabras (Jn. 19, 28-30) y que obedeció filialmente cumpliendo las profecías hasta el último detalle, como expresión de la voluntad del Padre. A  Jesús se le persigue porque está en contra de la Ley, y por tanto, en contra de Dios. Los fariseos son competidores de Jesús y le discuten hasta el sentido relativo de la Ley de Moisés, como la tradición de los ancianos, que interpretan la pureza ritual, el incremento de ayunos, el reposo del sábado, el divorcio, etc.

    A Jesús se le acusa como profanador del templo, por realizar funciones escandalosamente públicas. “Yo destruiré este Santuario hecho por hombre”  (Mc. 14, 58, Jn. 2, 19).  Estas palabras de la destrucción del templo, se presentaron como prueba contra él ante Caifás.  Se le acusa y persigue porque le aclaman como Mesías, aunque él nunca lo dijera; como se le considera reo de muerte porque se hace Hijo de Dios y se le proclama Rey de los judíos.

    Una de las fuertes acusaciones de los sumos sacerdotes y fariseos, es porque le declaran falso profeta. Ésta es la gran cuestión para los judíos. Jesús no habla en nombre de Dios, como es también falso el que hablara de la destrucción  del templo, el lugar sagrado y símbolo de la presencia de Dios.  Se le declara impostor   porque no es el enviado de Dios. ¿Con qué autoridad haces esto?  (Mc. 11, 28, Mt. 21, 23;  Lc. 20, 21).  Y sobre todo, se le acusa y condena por blasfemo (Mt. 26, 65),  porque perdona los pecados, que sólo Dios puede hacer. Para Caifás, Jesús, es  merecedor de una condena de muerte, y “según la Ley tiene que morir, porque se hace Hijo de Dios” (Jn. 19, 7).

    Ante la gente y el populacho rabioso y enfurecido, al que tantas veces le curó y le dio de comer, Jesús tiene que oír gritos de insultos, blasfemias de odios y desprecios, jamás imaginados que hieren los oídos. Hasta  llegar al desprecio de  preferir la libertad del más terrible facineroso  bandido, como Barrabás, antes que la libertad del inocente Jesús.  Todo el proceso de la pasión, es una continua humillación y un odio demoníaco desatado contra Jesús, que no tiene precedentes. Y todo esto, en la persona de Jesús, que poseía una sensibilidad  infinita, le produciría sufrimientos incalculables.

    Jesús sufrió también, el terrible olvido y el abandono de los suyos, cuando no hasta los desprecios de Pedro, que le niega y desconoce hasta con juramentos. Y sobre todo sufre ante Judas –el traidor-, que le vende por unas monedas y sin la más mínima piedad  le entrega con un beso, sabiendo que le lleva a la muerte más cruel.

    Todos estos momentos son situaciones psicológicas y espirituales de gran tensión y profunda tortura espiritual. El dolor o sufrimiento psicológico como el espiritual, cuando alcanzan la profundidad religiosa y dimensión de sensibilidad, como la que tenía  Cristo, sitúa a la persona al límite del sufrimiento y desaliento humano. Sólo mediante una  gran capacidad o fuerza especial, puede superarse sin desfallecer o llegar al shock de infarto.

    Frente a tantas obras buenas, curaciones y milagros, Jesús recibe como pago nuestras traiciones y cobardías, que herirían en grado sumo, los sentimientos espirituales que vivían de forma redentora en su interior. Es esa terrible hostilidad y el odio ontológico de nuestra maldad hacia el Santo de Dios, hacía el Puro e Inocente Jesús, el Hijo de Dios. “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores”  (Mt. 26, 45).
             

Padecimientos físico-corporales.

    Y si hasta ahora nos hemos detenido en los padecimientos psíquico-espirituales, los físico-corporales saltan a la vista, ya que son los que más fácilmente podemos representar.  Pensemos en la humillación de ser atado, burlado, ofendido con palabras y bofetadas, en los salivazos y desprecios, en los sarcasmos y blasfemias que recibió en la terrible flagelación, castigado sin piedad hasta la extenuación. La coronación de espinas, cargada de ironía burlesca, de ofensa y dolor.  El escupir en la cara, “era una de las mayores bajezas y el desprecio más ignominioso que se le podía hacer a la persona”, dice Cicerón. A Cristo se le trató sin ninguna piedad,  se le aplicó el castigo más inhumano y terrorífico. Todas las sañas y venganzas cayeron sobre El. La muerte de Cristo  simboliza externamente, la derrota  total y el fracaso más ignominioso del ser humano.

    Las descripciones que hacen sobre los azotes e inhumanas palizas, que daban a los condenados a muerte, como la que recibió Cristo, son descripciones muy suavizadas en los evangelistas, pero los historiadores y los autores más especializados e importantes de la época, nos hacen descripciones que dan escalofríos al sólo leerlas, introduciéndonos en la mayor terribilidad de los sufrimientos  y  torturas causados por la chusma más inhumana. Sólo mencionaremos algunas de las escenas por las que pasó Jesús, para que recordemos con horror ese holocausto.
             
Getsemaní. 
    Ante la prueba más terrible del dolor y sufrimiento de la pasión, Jesús se preparó mediante la oración para llenarse de la fuerza de Dios. En Getsemaní se inicia el tiempo de prueba en el que Jesús experimenta la dureza de la muerte y la incertidumbre de la respuesta de Dios. La tensión de su oración llegó a su punto álgido de tal manera, que su sudor se convierte en “gotas espesas de sangre que caen en tierra” (Lc. 22, 44).   Algunos entendidos dicen que cuando esta situación se da, se corre el riesgo de morir de infarto.
  
    Jesús tuvo que interrumpir su oración porque repentinamente llegaron los soldados armados que venían a prenderle.  Capitaneados por Judas, de quien los evangelios le describen como “avaro, ladrón y traidor”, resulta ser instrumento de Satanás, pues cegado por el poder, la ambición y el dinero, le convierten en agente diabólico del mal. La traición de Judas, como encarnación del mal, no es un acto que se explique desde la libertad, en el fondo Satanás y el dinero son una misma fuerza de muerte y destrucción que anula al ser humano.

    De esta forma, con un beso traidor, es entregado el Hijo del hombre. Maniatado y a golpes, es llevado y entregado a los sumos sacerdotes, quienes le entregan a Anás y Caifás, pasándole por Herodes y Pilatos, para que éste lo juzgue y condene.

La Flagelación y coronación de espinas.
    Sin lugar a dudas, la flagelación debió de ser la tortura física más cruel e inhumana que recibió Jesús. Sólo a una mente perturbada y cobarde como la de Pilatos, se le ocurrió la idea, para justificarse ante el populacho, de someter a Jesús a la más inhumana paliza, antes de crucificarle. Maniatado a la columna en postura de encorvado para recibir mayor daño en el castigo, Cristo recibe una paliza tan brutal y sanguinaria, que de no haber sido un hombre fuerte como fue él, hubiera muerto en el acto. El odio, la venganza, la maldad y las traiciones humanas, se desencadenaron como en una competición, para ver quien hacía más daño sobre el cuerpo inmaculado de Cristo.

    La Madre Ágreda, a quién por revelación se la permitió ver esta escena, describe este momento de tortura, en el que se turnan los más fornidos sayones para hacer más daño al divino Redentor, llegando a tal espanto, que hasta los ángeles llorando con inmensa pena, no pueden contemplar tan atroz e inhumano dolor.

    El mismo Cicerón, hablando sobre los tormentos que infligían a los condenados a muerte, los califica como “el suplicio más cruel y terrible que se da al ser humano”. Y en opinión de Flavio Josefo: “es una tortura tan terrible, que rebasa los límites humanos” (Antigüedades, 13, 381).  “Esta exacerbada tortura, sólo se aplicaba a los que cometían los peores crímenes; se daba sobre el cuerpo desnudo, haciéndoles saltar la carne, hasta los huesos. Tal brutalidad del castigo era tan insoportable, que muchos morían en este suplicio” (Flavio Josefo. Guerra. 6,304).

    Tanto los azotes como los sufrimientos que acompañaban a la flagelación, estaban destinados para hacer sufrir más al condenado, antes de que llegara la crucifixión, como acto final. Séneca se pregunta:  “¿Vale la pena colgar en el patíbulo de la cruz, con los brazos desencajados y el cuerpo lleno de llagas, deseando retrasar la muerte para infligir más tormentos?”  (Epístolas, 101, 12).   

    Realmente es terrible y diabólico, hasta dónde puede llegar el sadismo humano, dando una muerte lenta para hacer sufrir más a la persona. Esto sólo entra en los cálculos satánicos y en una mente llena de maldades como la de Lucifer. Pero en realidad, esto es lo que se hizo con Jesús. Pilato tuvo en sus manos el ser redentor de su mismo Redentor, pero por cobardía y por decisión expresa suya, le aplicó esta terrible flagelación, como nos lo describen los diversos autores y Evangelios.
            
La corona de espinas.
    Pero no quedó ahí la tortura. La soldadesca burlona le siguió ofendiendo en el pretorio. Le colocó un manto de púrpura sobre los hombros, una caña como cetro en sus manos y una corona de espinas en su cabeza. Y con golpes y risotadas se burlaban de él diciendo: “adivina quién te dio”  (Lc. 22, 64). Lo maltrataron y lo escupieron con el mayor desprecio y Jesús humillado,  les mira con compasión y les perdona.

    A Jesús se le vistió para subir al Gólgota, pero tuvo que cargar con su cruz, dos palos cruzados de unos 60 kilos. Después de lo dicho, los tormentos, el dolor y la fiebre, nada de extraño que le faltaran las fuerzas y cayera por tierra. La calle de la amargura era empinada, sus fuerzas estaban muy debilitadas, de ahí  que se obligue a un hombre para que le ayude a llevar la cruz y no muera en el camino. De esta forma, ese hombre, Simón de Cirene, se convirtió en testigo privilegiado de la pasión.

La crucifixión.
    Sobre el calvario, a Jesús se le clavó de pies y manos en la cruz. Para algunos esto fue motivo de compasión para otros fue de burla, desprecio, sarcasmo y vergüenza. Entre todas las miradas, la de María, su Madre, que a su vez está hecha un mar de lágrimas y dolor, le infunden amor y valor, pues Jesús está al límite de sus fuerzas.

    La crucifixión era el tormento de muerte del que nadie podía escapar. Estaba destinada como castigo a los más perversos de la sociedad. Por eso, tenía que ser de dureza ejemplar para escarmiento. A Jesús se le despojó de los vestidos, éstos no servían para el sacrificio, y sobre la cruz tendida en el suelo, se le clavó con la mayor rudeza. Y sobre la cruz colocaron la causa de su condena: I.N.R.I. (Jesús Nazareno Rey de los Judíos) Luego esperaron hasta la muerte en esa agonía lenta.

    ¿Quién podrá describir esos terribles momentos de agonía por los que pasa Jesús?  La muerte es dura para todos. Dicen que en ese trance pasa la película de la vida sobre la mente del agonizante. También Jesús en esos terribles instantes recordaría los momentos claves de su vida... Tal vez, los tiernos besos de su Madre; las parábolas de misericordia y las bienaventuranzas del Reino, predicadas con amor; el anunciar el camino del Padre y el dar de comer a los hambrientos; devolver la vista a los ciegos y curar a los leprosos. El, que era la encarnación y el Hijo de Dios, está ahora en el patíbulo muriendo como un malhechor sin compasión humana.

    Pero lejos de llegar a la desesperación, de sus labios sólo salieron palabras de perdón. Sus últimas palabras son una oración de clemencia hacia el Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?  (Mc. 15,34). Y mirando a los verdugos exclama: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. (Lc. 23, 34).  Después, mirando a su Madre y al discípulo amado que estaba con ella, les dice. “Mujer, ahí tienes a tu hijo” – “Ahí tienes a tu madre” (Jn. 19, 26-7).  Uno de los ladrones le suplica misericordia y El le responde: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43).   Agotado por la fiebre y por la ardiente agonía, dice: “Tengo sed”  (Jn, 19, 28).  Terminado el recuento de su vida en la misión encomendada, exclama: “Todo está cumplido” (Jn. 19, 30).  Y cuando la muerte  llama a su puerta sin detenerse, Jesús dice su última palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc, 23, 46).

    Así murió Jesús, el Inocente, el Santo de Dios, en total obediencia y entrega al Padre y como consecuencia del suplicio de la crucifixión con la que todos le condenamos. Pero la condena del inocente, aún planea como una sombra por encima de los acontecimientos que se suceden. La muerte de Jesús ha sido el anuncio de la victoria final... Con Jesús ha comenzado una nueva alianza, en la que el templo ha sido sustituido por su misma persona y se ha constituido puente entre Dios y la humanidad.

    La muerte de Jesús pone de manifiesto lo que era: el Hijo de Dios hecho hombre. Le hemos visto morir como “Hijo de Dios”. Se sometió en todo como nosotros y fue obediente hasta la cruz, pero es a partir de ahí cuando comienza el triunfo de Jesús Los enemigos creen que el galileo ha sido derrotado, pero es ahí cuando comienza el triunfo de Jesús. La humillación y muerte voluntaria le han valido la exaltación y un Nombre sobre todo nombre (Fil. 2, 7-10). El con su infinito amor venció a la muerte, como el mal total, y ahora vive para siempre.  Por Cristo y en Cristo, se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, ya que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó y con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, haciéndonos hijos en el Hijo, por el que clamamos con el Espíritu: Abba ¡Padre!

    Tal vez ahora entendamos mejor los interrogantes del dolor y el por qué sufrió Cristo. Su pasión se ha vuelto redentora, con su entrega nos ha salvado.  Se ha constituido puente por el que llegamos a Dios... Su amor y fidelidad ha vencido al odio satánico y al mal que condena. El mismo nos dijo: Dios es amor, y el que ama Dios habita en él. El que ama ha comenzado ya el tiempo de Dios. El amor y el dolor en la persona humana son paralelos, forman parte esencial de nuestra existencia. El que aprende a vivir de amor se identifica con Cristo y su vida se hace igualmente redentora. Se une al coro de los mártires  que entregan su vida y donde Dios se hace vida en el  que le arrancan la vida. Pues el que cree en El tiene la luz de la vida y vive para siempre.

    Sin amor, nunca comprenderemos la pasión de Cristo ni el misterio de Dios. ¿Cómo puede el hombre comprender el Amor infinito que está a la altura de Dios?  Para Cristo aceptar la Cruz significa introducir en el interior de sí, por infinita compasión, el pecado del mundo como suyo propio. Así, la Cruz ha hecho culminar el abismo de la inocencia y el abismo de las tinieblas para llegar a una sola cosa: Abba, Padre. De esta forma, en la muerte de Cristo la muerte es la que muere. Y desde entonces, ningún hombre muere ya sólo,  Cristo muere con él para resucitarlo con El.

    Que estos días nos llenemos de ese amor que sobreabundó en Jesús. Y que cuando pase Cristo crucificado por nuestras calles le digamos como San Juan Crisóstomo: “Le veo crucificado y lo llamo Rey, le veo humillado y en su mano está el poder, El vive para siempre”.