sábado, 22 de mayo de 2010

LA AUSENCIA DE BELLEZA EN LOS TEMPLOS COINCIDE CON LA PÉRDIDA DE FE

El templo en la Iglesia, desde  el principio del cristianismo, comenzó a ser no sólo el lugar propicio para la celebración de cultos, sino que tomó el sentido de “la casa de Dios” y “lugar santo”, donde reside el “Misterio santo”. De ahí que se decorasen estos lugares con “signos visibles y escogidos, para significar realidades divinas invisibles”. El arte en el templo, desde el comienzo, fue un lazarillo que llevaba los fieles a Dios.

Y en un tiempo, relativamente corto, los fieles  seguidores de Jesús se vieron transportados de los sencillos recintos, de sus “Domus ecclesiae”, a los espacios diáfanos y suntuosamente decorados, como las Basílicas construidas  cual si fueran “un monumento a Dios”, siendo el fruto de la fe de los fieles que ponían sus construcciones al servicio de la Iglesia, para darle a Dios todo lo mejor que tenían. Dios lo llenaba todo.

Y de la fe de aquellos cristianos emergió una nueva teología del templo, que se realizaría en la liturgia, convirtiendo a las iglesias en el “templo palacio del Emperador de Cielo y Tierra” A partir de aquí serían incalculables las proyecciones de gracias y bendiciones logradas para los fieles, que mediante esta concepción del culto se realizarían en la Iglesia.

Con estos fundamentos, en un progreso ascendente, al correr el tiempo, se hicieron de los templos verdaderas Basílicas, Catedrales, Santuarios, como símbolos vivientes de la presencia de Cristo. La imagen de Cristo en estos lugares era palpable y creaba ambientes sacros. Se quería que todo en el templo hablara de Dios. Que el templo fuera reflejo de de todo lo celeste y divino, que fueran réplicas terrenales de los arquetipos celestiales, al tiempo que imágenes cósmicas. De esta forma, la cosmología y la teología se fundían en un mismo abrazo cristiano. El propio universo se le concebía como un templo, al que se le hacía figura de Cristo.

Comenzó muy pronto la idea de decorarles llenándoles de símbolos que hablaran de la gracia y sacramentos, haciéndoles centros de miradas, como presencias de  Cristo. El altar, el sagrario, el ambón, la pila bautismal, hasta la luz y las paredes se convierten en palabra que habla con lenguaje evangélico y escenas bíblicas. En ellas se destacan las figuras de Cristo, la Virgen, los Apóstoles y los Santos, presentes como viviendo entre nosotros, al tiempo que elevaban el espíritu. Con todo ello, se creaba un ambiente fascinante en el que se vivía una liturgia viva, emocionante, provocando el sentido del misterio, como si el cielo y la tierra se unieran en un ordenamiento que lo abarcaba todo. “Creíamos que estábamos en el cielo, en el templo soberano del Creador del cosmos, como si el Verbo hubiera erigido bajo el sol de este mundo, el símbolo espiritual, el trasunto, de lo que es el más allá, la bóveda del cielo… como si la Jerusalén celeste y el monte Sión estuvieran aquí representadas, cual la ciudad supraterrena del Dios vivo” (Eusebio de Cesarea. Sermón de la consagración de la basílica de Tito).

Todo esto nos recuerda esos tiempos en los que se vivía una auténtica fe, tanto en la liturgia como en los diversos elementos que decoraban el templo. La palabra, la liturgia, el arte , la música, los símbolos, todo tomó carácter de santo, de sacro. Todo hablaba de Dios y llevaba a Dios, al tiempo que  todo era elemento esencial que daba entrada a la santidad y cercanía de Dios. Y en la medida en que se olvidó o se entró en el retroceso de estas vivencias, se abrieron las puertas a la decadencia y pérdida de fe, o convirtiéndola en costumbre rutinaria. Esto es lo que el Vaticano II quiso reparar, introduciendo un aggornamento o renovación para actualizar la fe de la Iglesia.

A partir del Vaticano II se comenzó en la Iglesia un tiempo eufórico positivo en renovación, con ganas de cambiarlo todo y modernizarnos con rapidez. Era urgente y necesaria una adaptación y puesta al día en muchas cosas, especialmente en la liturgia, oficios religiosos y prácticas cristianas. Y donde más patente y visible se hizo el cambio fue en las nuevas iglesias o templos, aunque también los cambios llegaron a varias iglesias antiguas, que llevados del entusiasmo del cambio se despojaron de obras de arte, a veces sin criterio, quitando altares, imágenes, objetos y símbolos de arte que hablaban de fe, sólo por  el mero hecho de modernizarse. La falta de formación, la ligereza y carencia de sensibilidad del clero, hizo que se cometieran imprudencias.            

El crecimiento demográfico de la ciudades creó necesidades urgentes, a las que hubo que respon-
der con templos nuevos acomodados a las nuevas exigencias del mundo moderno. Y aquellas iglesias que simbolizaban la “Morada de Dios”, la “Ciudad santa” la “ nueva  Jerusalén”  descendida del cielo, preparada como una esposa engalanada para su Esposo” (Ap. 21, 2s), ahora se pasaba a una iglesia funcional, desprovista de medios, de símbolos, de formas de belleza y de arte. En multitud de casos se crearon iglesias modernas que son autenticas joyas que confieren carácter sacro, creando espacios luminosos y ambientes religiosos, donde se perciben sensaciones que comunican al espíritu una emocionada calma y serenidad, apta para la contemplación interior.

Pero nuestra reflexión quiere detenerse en esa inmensa mayoría de nuevos templos que se han hecho con precipitación, acomodados a las circunstancias, con falta de criterios, de símbolos y motivaciones de fe, que están muy lejos de lo que el Vaticano II pedía. Algunos de ellos, según  criterios de los fieles, desangelados y faltos de belleza. Siempre es disculpable la buena voluntad, pero ésta no basta. Cuando en las altas esferas se camina a destiempo por falta de previsión,  y ésta la ha habido, cuando no se ha estado atento a las planificaciones urbanísticas, para poder elegir a tiempo el lugar adecuado del templo, adelantándose a los acontecimientos y ofreciendo servicios religiosos a fieles,  que llegaban a la urbe desorientados. Y caminar con rémora en esto es fatal.

La “casa de Dios” y “casa de la comunidad”, como lugar de encuentro entre Dios y el hombre, donde se realizan las nuevas teofanías, no impide el que sean humildes y sencillos recintos, lo que importa es que sean lugares significativos, que creen espacios sacros y religiosos, capaces de expresar la encarnación de Dios con ambientes de presencias cargadas de teofanías. Pero es difícil crear estas realidades en naves comerciales o en construcciones sin atisbo de sentido religioso, vacías de signos y símbolos, alejadas de sentido sacro, carentes de presencias y manifestación de Dios. Son  lugares que no parecen iglesias y poco propicios para atraer a las nuevas juventudes, que sean las piedras angulares que edifiquen el futuro evangélico de Cristo.

En general, en la mayoría de los nuevos templos, no se ha sabido tener en cuenta la visión externa, como medio de atracción y llamada. Ni la nueva arquitectura ha sido un fruto maduro de fe, donde vibra el interior con sentido evocador de oración. Ni se ha estudiado la luz, que tiene el sentido de  gracia, de fe  y gloria de Dios. ¡Cómo se echa de menos un cierto sello kerigmático, que daría carácter y sentido de encarnación! Da la impresión de que se ha hecho el edificio sin haberse planteado qué es una iglesia, qué aspecto y sentido de fe debe trasmitir. De ahí que haya personas que critiquen aspectos, formas y contenidos, desprovistos de fe, sentido y razón.

Se ha prescindido de símbolos, cuadros artísticos, obras de música, imágenes y otros objetos, como elementos importantes para conferir carácter sacro a un edificio, mutilando el sentido misterioso de cercanía a lo divino, al tiempo que se vaciaba la versión simbólica de la morada de Dios entre los hombres. Se han suprimido las campanas como cosa superflua, que tenía el sentido de convocar, cuando en realidad la iglesia, en el vocablo griego, significa convocación, convocar a la asamblea de los fieles que acuden a celebrar el culto. Más grave es aún la supresión de vidrieras, que no sólo trasmitían la luz como símbolo de la gracia divina que ilumina a las almas de los congregados, sino que creaba ambientes místicos propicios para la oración y el encuentro.

Todo esto nos ha hecho perder la afición y gusto por el sentido del misterio. Hasta nos hemos resignado a que nuestros lugares de culto dejen de evocar y expresar el sentido sacramental que se realiza en ellos. De esta forma ha crecido la frialdad espiritual y ha aumentado la indiferencia, signos ineludibles de la pérdida de fe. El espacio místico y sentido sacro que infundía respeto y reforzaba los sentimientos religiosos de la persona, que a su vez conferían carácter sacro y sensi-bilidad de espíritu, se ha diluido en desconocimiento casi total. Uno de los grandes reproches que suele hacerse a ciertas iglesias modernas, es el sentido de la nada y el vacio que trasmiten. Lo que demuestra la poca sensibilidad y la falta de belleza estética que hay en esos ambientes y personas. 

Todo esto da como resultado un avance progresivo de falta de fe, de ausencia de cristianos. Es un declive espectacular y alarmante que debe hacernos pensar y corregir defectos para un futuro. Es hora de despertar y reconocer que el haber desmantelado nuestros templos, nos ha llevado a esta ausencia y pérdida de fe, tal vez irreparable, y la que aún no queremos reconocer, pero no por eso deja de ser grave.