viernes, 18 de diciembre de 2009

EDUCAR PARA LA BELLEZA. Discurso de Benedicto XVI a los artistas (21-XI-2009)

La belleza ha sido nuestro tema durante 2009. La belleza es el comentario en nuestros días en revistas, diarios y charlas. Desde el 21 de noviembre de 2009, día en el que el Papa Benedicto XVI nos sorprendió con un magnífico discurso, ante unos ocho mil artistas de cine, música, arte, poesía etc., venidos de todo el mundo y celebrada en el marco artístico de la Capilla Sixtina, circundado de la exuberante belleza de Miguel Ángel, disertó sobre la fe y la belleza, como mensaje evangélico actual y como catequesis realizada por la Iglesia a lo largo de los siglos.

El Pontífice les recordó la tarea ingente de la Iglesia por derrotar la falta de esperanza, la maldad, el egoísmo y la superficialidad que se han adueñado de las creaciones actuales, como consecuencia del avance de un período de oscuridades, de la proliferación y coronación de espíritus enajenados por el poder, la banalidad, la soberbia y bajos instintos. Les invitó a sumarse a la Iglesia, para que con sus creaciones artísticas nos ofrezcan nuevas epifanías de belleza, que nos ayuden a ver mejor a Dios.
Educar en y para la belleza, fue el tema central del Papa, recordando a todos la necesidad urgente de volver a los caminos de la auténtica belleza. “La belleza es la última palabra que debemos olvidar, ya que ella no hace otra cosa que coronar, cual aurora de esplendor inalcanzable, el doble astro de la verdad y del bien, como su indiscutible relación con la belleza”.  (Discurso de Benedicto XVI. 21-XI-2009).

Este aldabonazo del Papa nos viene bien ahora que hemos perdido el sentido religioso del buen gusto y la belleza, ahora que nos hemos dejado seducir por un arte carente no sólo de belleza, sino falto de religiosidad y  dudosa  espiritualidad. Frente a este arte, el Papa presentó la “Via pulchritudinis”, camino de la belleza, como un reto para una nueva educación religiosa y evangelizadora. Durante varias décadas, taimadamente se nos ha querido meter un anti-catolicismo maquillado, pretendiendo responder mejor que el arte de belleza, ofreciendo a la Iglesia un arte cultural seudo-religioso, carente de belleza cuando no pagano. Arte que asfixia, priva de libertad y de dignidad.

Es tiempo de despertar, tiempo de educar para la belleza y la fe. No podemos dejar que se destruya el arte propio de la Iglesia, el arte de belleza y religiosidad. Si la sociedad quiere seguir la cultura de un arte vanguardista, a veces carente y vacío de belleza religiosa, queriendo tomar por asalto al mundo con una estética superficial, de maquillaje y de apariencia, con emociones dérmicas, sin profundidad ni fundamento, que lo haga, pero la Iglesia por su parte, tiene que defender su arte de fe y belleza espiritual. Benedicto XVI dice que la Iglesia tiene que ser “custodia de la belleza”, “guardián del arte”, espejo de espiritualidad donde todos puedan beber la riqueza inagotable de la belleza del espíritu. Creo que en esto no se puede ceder nada, pues estamos convencidos de que “la humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero no podría seguir viviendo sin la belleza” (Dostoyeski).

Si la Iglesia fue mecenas del arte en el pasado, e hizo vibrar al mundo llenándole de fe y belleza espiritual, ofreciendo a la humanidad caminos de cultura, de armonía y esperanza, fue porque supo crear un evangelio de arte espiritual de belleza que entraba por los ojos, un arte que no sólo entusiasmaba y enfervorizaba tanto a humildes como a sabios, sino porque en ese arte latía y se revelaba un espíritu religioso que llevaba al trascendente. Era un arte sacramental que elevaba la mente y la persona al estado de gracia, haciendo casi palpable la presencia real de Cristo, la ejemplaridad de la Virgen y los santos.

Prueba de todo esto, dice Benedicto XVI, son las obras maestras diseminadas en toda Europa en los siglos pasados, cuando el pueblo celebraba la fe en la liturgia  teniendo de fondo el arte de belleza, creando momentos de “sinfonía profunda de belleza”, ya que tanto la liturgia como el arte les llenaba de Dios, haciéndoles visible lo invisible. Testigo de ello son las “catedrales”, llenas de belleza espiritual, con armónico lenguaje que sensibiliza nuestro gusto.  “La fuerza del románico y el esplendor de las catedrales góticas, nos recuerdan que la “Vía pulchritudinis” es un camino privilegiado  y fascinante para llegar al Misterio de Dios”. Eran lugares de auténticas presencias de Dios, “donde los fieles podían rezar atraídos por la veneración de los Santos”. Y su arte de belleza era una “síntesis de fe y arte que expresaba armónicamente a través del lenguaje fascinante y universal de la belleza, traduciendo en sus líneas arquitectónicas el anhelo de las almas por Dios”. Y sus vidrieras con acentos mágicos, “eran cascadas de luz que caían sobre los fieles para contarles la historia de la salvación”.

Hay que educar para la belleza, porque “la belleza nos abre los ojos a la verdadera cultura, nos pone en  camino de la verdad y el bien,  camino de la santidad,  preparando  el encuentro  con Cristo,  que es  la Hermosura y Santidad encarnada por el Padre para la humanidad”. En Él está la verdadera razón de lo bueno, lo bello y lo verdadero, al tiempo que nos conduce a la suma bondad y amor de Dios, “Verdad primera, Bien supremo y Hermosura misma”. Él es el que irradia poder de atracción, donde está la realidad de perfección, la epifanía de santidad.  “Tarde te conocí, dice San Agustín, tarde te amé, oh belleza siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé”.  (San Agustín.  Confesiones. X, 27).

El camino de sabiduría para los creyentes es el camino de la belleza, “Vía pulchritudinis”. La belleza de la que nos habla Urs von Baltasar, dice el Papa, “esa belleza que abre horizontes de pensamiento a la contemplación de la belleza de Dios, de su Misterio y de Cristo, en quien Él se revela”. La belleza admirable de la creación, “donde el mundo está compenetrado del resplandor de Dios, donde la luz, las plantas y los animales, invitan a leer desde el interior y dan respuestas a las preguntas de su autor”.  Esa belleza que dice Platón “que nos hace llegar a los umbrales de la realidad suprema y el bien,  al mismo Dios”.  También Aristóteles, sigue diciendo el Papa, afirmó que “dentro de todas las cosas de la naturaleza existe algo maravilloso”.  El cosmos entero que ocupó el centro del pensamiento de los filósofos griegos, fue también el que ocupó el de los teólogos, los místicos y pensadores, como el de los filósofos de todos los tiempos, para dar respuesta en su estudio cosmogónico y encontrar el fundamento de toda la obra creada, cuyo artífice es Dios.

Y en esta obra maravillosa, nos dice Benedicto XVI, Dios ha dejado su verdadera imagen en el ser humano. “El hombre en su alma espiritual lleva un germen de eternidad”. En ella Dios ha puesto la luz de la inteligencia que tiene hambre de la verdad y sed de la hermosura infinita. En él “se trasluce la imagen de Dios invisible” (Col. 1, 15). Seducido el hombre por el mal, cayó en pecado. Pero Cristo le ha devuelto a la vida y “nuestros ojos ávidos de belleza se dejan atraer por el nuevo Adán, icono del Padre, esplendor de la gloria, revelado en el Hijo” y manifestado en la belleza del arte.

Este arte que ha llenado a la Iglesia de esplendor y expresa la interioridad del hombre y su espiritualidad, se ve amenazado desde hace algún tiempo por ciertas modas que se complacen en lo feo del arte, en el mal gusto, rayando lo grosero. Los artistas creadores de este arte lo defienden con la finalidad de sustituirle por el arte clásico, para suscitar el escándalo y mofarse de la belleza. Estableciendo de esta forma, como una pelea entre Dios y el Diablo, entre la belleza y la fealdad, el bien y el mal. En su discurso, el Papa nos avisa a los creyentes, del riesgo que se corre si nos dejamos atrapar por las redes camufladas de ese arte del mal, donde el icono de belleza se convierte en ídolo perverso, sustituyendo el fin por el medio, esclavizando la verdad y pasando el dominio a la tiniebla. En esta trampa ingenuamente han caído muchos, por falta de una preparación adecuada de la belleza.

Por eso, es urgente y necesario dejarnos educar por la belleza, teniendo formado un espíritu crítico, frente a los ofrecimientos de esa cultura de muerte, profundizando en conocimientos sensatos y de madurez. Un buen ejemplo es el de San Agustín, nos dice el Papa, que se sentía atormentado por el tiempo perdido, después de conocer la belleza de Dios. Que la belleza del bien no pierda su fuerza de atracción. Que las pruebas de la verdad  fortalezcan el sentido de la razón. Que la fe apoyada en la sabiduría del bien, nos haga profundizar más en el misterio de la belleza. Necesitamos urgentemente la educación en la belleza para sensibilizar nuestro espíritu y no ser fagocitados por el arte del mal gusto.

En un mundo dominado por la imagen del mal gusto, por lo banal y sexual, hay que contraponer la auténtica imagen de belleza que es la que dignifica la vida, nos llena el corazón del gozo de la gracia y nos lleva a la belleza de Dios. “Tenemos que promover la alianza fecunda entre el Evangelio y el arte, creando una nueva epifanía de belleza, nacida de la contemplación de Cristo, el Verbo encarnado, como del esplendor radiante de la Virgen María y el de los Santos”. De esta forma, el arte de la Iglesia seguirá siendo la “Vía pulchritudinis”, auténtico camino de evangelización que nos lleve al Dios de la belleza.

El Papa formuló algunas ideas para educar y crecer en la belleza. Entre otras, dice que hay que for-marse en la belleza para dar razón del misterio de Cristo, expresado en el arte sacro, la música y liturgia, organizar eventos culturales artísticos que actualicen nuestra sensibilidad, para apreciar y valorar el patri-monio de la Iglesia. Hacer publicaciones en revistas y medios actuales, mostrando la pedagogía del arte religioso y el sentido de la trascendencia. Sensibilizar los agentes de pastoral, catequesis y profesores de religión, en especial a clérigos y religiosos, a través de cursos de formación, seminarios, visitando museos.

La belleza de Cristo en la “Via pulchritudinis” puede ser un bello camino de santidad. La santidad cristiana nos configura con la belleza del Hijo. La Virgen y los Santos son reflejos luminosos de la belleza infinita de Dios. Todo el discurso es un extraordinario canto a la belleza que bien merece leerse pausa-damente para crecer en la santidad y belleza que nos configura con Cristo.

domingo, 13 de diciembre de 2009

NATURALEZA Y ARTE, PARADIGMA DEL HOMBRE

En una visión teológica de fe, las cosas ya existían antes de la gran explosión cósmica, de hace más de esos quince mil millones de años que nos hablan los científicos.  Todo estaba ya en el corazón de Dios.  Porque “de El venimos y hacia El vamos”. Mucho antes Él ya había llenado de belleza y armonía la creación entera.  En su mente el arte fluía en todo, como sello indeleble y firma del gran artista: Dios.  La explosión sólo fue  el día fijado para colgar en la galería del universo, toda la obra realizada por su autor en el taller de la mente divina. Y en ella todo era esplendor, magnanificencia, pulcritud, inmensidad, luz y color, armonía y belleza sacra, símbolos de presencia, revelación del misterio… “Y vio Dios que toda la obra artística era bella y buena” (Gen. 1, 10).

Pero toda esa belleza universal, presente en la naturaleza que contemplamos, no fue creada para la ostentación de un lujo, o para impactar al adversario.  Aquí todo tiene sentido de vida y revelación, de presencia amorosa y don sublime, de solemne Palabra o Logos de vida que manifiesta y anuncia lo finito del infinito. Todo está proclamando esa manifestación gloriosa de  la eterna divinidad. En verdad, toda la naturaleza como el cosmos entero es una obra perfecta de arte divino, que responde a la idea suprema que Dios tiene en su mente. Él, imprimió en todas las cosas pinceladas de infinita belleza, en total semejanza con las perfecciones divinas. Todas reclaman un intelecto perfecto, con presencia y aleteo del Espíritu divino.

El cosmos, la naturaleza, el arte, el hombre, las cosas; todo es génesis, imagen e iconos sacros que proclaman ab aeterno, presencias de la divina belleza. Como respuesta, la naturaleza se renueva y se reviste cada día de belleza y arte, al tiempo que se hace contínuo cántico de alabanza, armonía y dignidad; cada día celebra en su seno nuevas  bodas llenas de fecundidad y de vida, engendrando e infundiendo impulsos  vitales  pletóricos de existencia, prolongando la vida y llenándola de presencias y gloria divina.

También en el hombre Dios ha infundido una luz virtuosa sobrenatural a modo de semilla o fermento de belleza, engendradora de armonía y arte. Y no se la ha concedido para “meterla debajo del celemín”, sino para ponerla en lo más alto, cual faro de luz,  que irradie  destellos  engendradores de  una creación  más perfeccionada. Y a la perfección se llega con esfuerzo y sacrificio, con reflexión y búsqueda sincera, abiertos a lo bueno, a la fe y al misterio. Lo banal, lo efímero, lo engañoso, como la vacuidad o el absurdo, son falacias que falsifican la verdad y la belleza. Pues sólo cuando las obras se revistan de pureza y de verdad, la creación verá cumplida la misión encomendada.  La verdad de su arte será  realidad de algo más sublime. Será una manera propia de revelar lo divino que lleva el hombre, impreso en el ideal de su conciencia. Su arte se volverá teológico,  casi sacralizado, trascendental. No será una religión, pero llevará al mismo fin. Se elevará sobre la naturaleza y su arte será obra del Espíritu, donde brille la verdad, la bondad y el bien.

Dicen que la naturaleza lleva en sí misma un germen de equilibrio que contrarresta las fuerzas del cosmos haciendo posible la vida del ser humano. También aquí toda la naturaleza no sólo se hace amiga del hombre, sino que se vuelve paradigma de arte, belleza y armonía. Arrancarla esos secretos en íntima mistagogía, sería revelar misterios que hablan de verdades más profundas. Misterios que siguen impresionando al hombre, ya que desde la prehistoria hasta nuestros días, el ser humano siente la necesidad de imitarla y de superarla. El arte es siempre superación, nunca debe ser regresión. Dejarnos arrastrar por la plaga de un arte errático dominado por la disonancia y vacuidad, es destruir  la historia, la belleza y el valor del arte que primordialmente es espiritual.

Para el hombre, el arte sería imposible si no existiera la naturaleza. En ella está el origen y la fuente inspiradora que refresca la sed insaciable que el hombre tiene de belleza. De ahí que el ser humano esté en continua comunión con ese  profundo espíritu creador que late  en su viva interioridad. Acude a ella porque es original, ya que nadie es original, y sólo en ella  encuentra  ese arte encarnado en la realidad. Millones de veces  se ha revestido de belleza para el hombre, ofreciéndole sorpresas de originalidad. Sin embargo, la belleza artística creada por el hombre es muy superior a la natural, porque emana del espíritu, que es siempre más elevado que la naturaleza. La misma belleza del mundo físico no tendría valor sino fuera reflejo de la belleza del Espíritu. Los teólogos dicen que sólo hay verdadera belleza cuando se participa del espíritu y engendra el espíritu. La verdad no existiría si no se nos manifestase o revelase. El arte no es la verdad, pero ilumina a la verdad, llena de luces la inteligencia y la abre a una sabiduría más sublime, porque el arte es encarnación del espíritu, ese espíritu que es origen y génesis del divino Espíritu.

Ante el arte el hombre se vuelve idealista y sueña al igual que Ulises, con la Itaca eterna, hacia la que avanza siempre atravesando el mar informe de la materia, hasta establecerse en la feliz orilla de la perenne eternidad. Para el hombre cada ensayo artístico condensa las experiencias del tiempo y la belleza. De ahí que “haga de la experiencia de la belleza terrestre, auténtica reminiscencia de la belleza eterna”; dice Platón, “Pues cuando buscamos la belleza regresamos a nuestro hogar”.  (Platón. Banquete 211. a-b.  Citado por J. Plazaola. Introducción a la estética. Universidad de Deusto. Bilbao 1991. pág. 30 y 322).  La belleza tiene una oculta relación con nuestra alma, la llena de armonía y perfecciona su ideal. Es constante estímulo de perfección e ideal fascinante para irradiar las perfecciones divinas impresas en el alma.

Sería una profanación si dijéramos que en la belleza natural está resumido todo. “La belleza de la naturaleza no es lo último; sólo es el heraldo de una interior y eterna belleza” (Emersón R. U. Ensayos y discursos. Citado por Plazaola, o. c. p 357).  Como sería un enorme error si el hombre viera la belleza de la naturaleza y no se preguntara por su verdadero autor. Ocultaríamos la verdad y multiplicaríamos los ídolos llenando nuestra vida de inútiles fetiches. El ser humano ha sido creado para algo más que la belleza exterior. Su destino es la integración total con la Belleza divina. De ahí que el ser humano debe estar siempre en continua búsqueda de la verdad, que va unida siempre al bien y la bondad, fundamentos que nos elevan a la Belleza sublime. Solo la belleza de lo verdadero es la que creará  espacios liberadores de gracia y bondad, como preludio de aproximación a la belleza del alma, reflejo de la Belleza de Dios.

Los nuevos éticos o maestros del moderno ethos (relación persona-naturaleza), amantes del naturalismo, intencionadamente nos están desviando de todo lo que tiene sentido espiritual. La vocación del ser humano es ser maestros y dominadores de la naturaleza, pero nunca para idolatrarla ni tampoco para desintegrarla. Aquilatar el arte, la belleza y la naturaleza  hasta un idealismo vaporoso, es correr el riesgo de caer en la nada (nihilismo). Hay que ser realistas. El hombre pertenece a lo real y a lo espiritual. Descubriendo lo real estaremos autodescubriéndonos, pues el ser humano es parte constitutiva del todo. Sólo ascendiendo de lo real a la belleza, llegaremos al sentimiento espiritual. Lo que nos invita a pensar que se impone, cada vez más, una revolución y búsqueda del arte espiritual. Lo que más se echa de menos en el arte actual, es la falta de ideas y de espiritualidad que eleven y liberen nuestra vida, frente a la vacuidad y disonancia del arte actual.

El hombre siempre ha sido creativo, artífice y fecundo; fecundidad que le ha llevado siempre  a la búsqueda de lo  trascendente, del contacto con lo divino.  Desde la antigüedad el hombre ha luchado por salir del anonimato, para encontrar, mediante el arte, una relación con el misterio que le ayuda a celebrar la vida. Dios está en el corazón del universo y el ser humano se siente integrado en él, sediento y anhelante de alcanzar la filiación divina. Justo es que nuestro arte se espiritualice y exprese, mediante imágenes la sublime Belleza  que le habla de Dios. Es en el espíritu donde impera otra realidad más alta. Es la verdad y el bien el que libera el interior del ser, es la belleza la que proyecta en el alma el verdadero gozo exterior, sustancial, sólido y lleno de viva realidad.

Si estamos huérfanos de belleza es porque necesitamos urgentemente una purificación. Necesitamos un nuevo Jordán que lave las manchas de nuestro arte de fealdad. Abandonar este desierto árido, desolador y ausente de belleza. Volver a la tierra prometida que mana belleza, armonía, dignidad y posibilita una vida animada por el gozo y la verdad. Volveremos a nuestro hogar cuando hagamos de lo espiritual y divino el centro de nuestro arte. Es necesario liberarnos de la perversión de un arte sin alma que deambula sin oriente. Sólo el cristianismo se liberó de la iconoclasia  cuando mostró con bellas imágenes a un Dios encarnado  y viviendo en carne mortal entre nosotros, un Dios que se hizo icono vivo en los mártires, en los santos y en todo hombre que vive lleno del espíritu de Dios, que busca e irradia  esa belleza del arte que hace a Dios el centro de la vida. Los místicos cristianos dicen que “Dios está en el centro del alma”, porque ella es  imago Dei, imagen del Dios viviente. 

EL ARTE DE DIOS EN LA BELLEZA DEL ALMA

Hablar o pintar el alma es entrar dentro de lo espiritual, de lo intangible e invisible. También nuestros pensamientos son invisibles e intangibles, pero se hacen manifiestos al hablar, aunque a su vez la voz también sea invisible, pero el oído nos lo hace perceptible en nuestro interior, pasando así, de lo invisible a lo sensible y visible, haciendo posible que nuestro espíritu conozca los pensamientos y sentimientos de lo que es invisible e intangible. Y siguiendo este mismo razonamiento, el alma que es invisible y espiritual, se manifiesta en nuestro exterior a través de sentimientos, expresiones, movimientos y actitudes corporales, abriéndonos al conocimiento de lo invisible mediante lo visible.

No obstante, reconocemos que retratar el alma como retratar a Dios, es imposible representarlos adecuadamente, ya que pintar lo que no tiene forma visible, es pintar lo que carece de imagen y color. Pero Dios se nos ha revelado encarnado en la persona de su Hijo.  Dios se hizo hombre en Cristo y en su imagen vemos visiblemente el icono del que forma parte del Dios invisible. Y partiendo de aquí, la Iglesia hace objeto primordial de la pintura cristiana a Cristo, el hijo de María, al que el Evangelio nos  presenta lleno de gracia y fuerza espiritual, cual taumaturgo que cura enfermos, resucitando muertos, lleno de luz celeste en el Tabor, como también resucitado y ascendido a los cielos, pletórico de vida y esplendor en su nueva existencia.

Este es el punto del que queremos partir: por medio de las obras artísticas, sensibles y visibles, ascender a la contemplación de lo invisible y espiritual. Esto nos invita a dar otro paso más, para llegar a ver corporalmente mediante expresiones y símbolos, la santidad de la persona. El arte tiene ese poder mistagógico de revelar mediante formas la realidad santa, no en sí misma, sino de manera misteriosa, como en un espejo en el que vemos la imagen visible, no tangible, reflejo y semejanza de la imagen real de la persona, aunque la figura de nuestra tosca naturaleza diste mucho de la belleza y perfección espiritual del alma.

De ahí la gran importancia que tiene en la vida espiritual, el que el hombre sepa armonizar las bellas cualidades y virtudes de su alma con los hermosos rasgos de su interioridad y exterioridad, para llegar a configurarse con la viva imagen del alma santa, creada por Dios, la que constituye el espectáculo más bello que admirar se pueda. Después vendrá el arte y nos ofrecerá ese instante místico lleno de espiritualidad. Sólo quien contempla en la belleza la medida eterna, puede gozar mesurada y bellamente esa presencia de lo divino. El arte se constituye aquí en el heraldo de gran sabiduría, en el músico virtuoso y creador de armonía, pues a través de su sabiduría artística y llena de color, nos ofrece la armonía más bella y elevada, transformada en arte de belleza espiritual.

El verdadero retrato del hombre es la obra maestra del divino y eterno artista. Reflejar el hombre interno en la viva imagen de Dios, donde el puro espíritu se hace visible en la estatua que representa al hombre, hecho imagen de Dios viviente entre los humanos, es el buen trabajo  del artista.  El  retrato de belleza espiritual tiene que trasmitir destellos del hombre transido de espíritu y aflorando en su naturaleza la presencia de lo invisible. Hacer que la gracia corporal se haga auténtica gracia del espíritu y surja el hombre verdadero, oculto en el interior que se revela al exterior, animado por el principio vital de la belleza que vive en el alma, donde  el hombre se hace todo pneuma  habitado por la gracia divina.

En los modelos de los grandes maestros de la pintura, se nos muestra al santo en total semejanza  con Dios, sellada en su faz e imprimiendo gestos de belleza divina que viven en su interior y sólo él sabe vivirlos en esa contemplación de lo celeste. Así, cuando pintan la cabeza, como esfera celeste, irradian la belleza perfecta de la gracia. Y en sus ojos pneumatizados se manifiestan todos los matices de la vida espiritual, en contínuo diálogo con el trascendente que sólo él sabe intuir en éxtasis de belleza. La boca arqueada, como iris de multicolor belleza,  actúa como miembro del logos que encarna pensamientos de intenso amor en indecible dulzura. Pocas veces se pinta el corazón, pero su cuerpo late enfervorizado a impulsos de de amor espiritual. Las delicadas y artísticas manos, hablan por sí mismas como símbolos estigmatizados en permanente donación. Todos los miembros se muestran en nobleza y perfección, en armonía y belleza, como corresponde a tal dignidad, haciéndonos ver el sentido del hombre nuevo que vive ya en la dimensión  de lo celeste. Estos retratos de belleza que trasmiten paz, no sólo dialogan  con el espectador, le conmueven en su interior, llevándole a la oración y contemplación, sino que hacen sentir la belleza del espíritu y crean momentos doxológicos de unión con el trascendente.

Sólo el hombre es el único ser viviente que de las formas externas y sensibles puede concebir la armonía, la gracia y belleza espiritual; como es el único capaz de contemplar y admirar la belleza exterior, llenarla de luz y color, recreándola con capacidad para elevarnos hasta el conocimiento de lo divino. Sólo los que tienen ojos sabios distinguen esas matizaciones sutiles y espirituales que el artista ofrece a la contemplación. Como sólo los ojos de bondad perciben en su interior la fuerza expresiva de la imagen espiritualizada. Hoy se precisa urgentemente purificar nuestros ojos para ver en el arte de Dios la belleza del alma, con frecuencia ausente en el arte actual. El cristal opaco de un arte deforme nos impide que “el ojo del espíritu” pueda disfrutar y contemplar  estéticamente ese arte sublime cuasi de naturaleza divina.

Nunca debió alejarse la Iglesia de este arte. Pues en la medida que se dejó seducir por los modernismos inexpresivos, presentando figuras con enrarecido hieratismo, frías, a veces vacías y sin contenido, donde las imágenes distorsionadas presentan una realidad deformada, inerte de espíritu, con escaso mensaje espiritual, más bien pieza exóticas de museo que de iglesia, sin aleteo de presencia numinosa del espíritu, donde la indiferencia se adueña sin provocarnos plegarias y deseos de unión espiritual. Este arte aleja más que atrae al fiel devoto. Tal vez sea esta la causa que nos ha llevado a esa ausencia del arte de belleza, por el que el Papa actual pide reflexión a los artistas para hacer que vuelvan a ese arte espiritual que mejor nos comunica con el trascendente.

El retrato como las imágenes de obras sacras nos elevan por sí mismas el espíritu, al tiempo que nos sugieren la bellaza pura, inmaterial  e infinita que nos lleva a Dios. “Deja que tu alma se conmueva, dice San Gregorio, al contemplar las bellas imágenes de los mosaicos y los magníficos frescos, que adornan las paredes, como si fueran mudos discursos celestes, plasmados en imágenes y color” (S. Gregorio de Nisa. Elogio de San Teodoro. PG. 46,747). Si la Iglesia progresó en fecundidad de mensaje expansivo, fue sin duda por las obras de arte, donde la belleza se trasmitía al alma, convirtiendo los objetos en espejos de hermosura divina y los espacios en arquetípicos evangelios de la Palabra. Y en las grandes revelaciones del arte, la belleza religiosa llenó el espíritu del hombre en verdadera catarsis y presencia del Espíritu de Dios, hasta hacerle entrar en éxtasis espiritual de belleza y conversión.

La belleza espiritual del arte, hay que vivirla en la Iglesia como una nueva revelación donde la palabra y la imagen estén íntimamente unidas, porque la misma Palabra es ya Imagen de Dios, imagen de gracia, de presencia y de salvación. En el retrato e imagen de Cristo se confirma más la Sagrada Escritura, de que nuestro espíritu ha sido creado a imagen y belleza de Dios. Si llevamos impreso ese deseo de belleza espiritual, es porque Cristo ha realizado ya ese  proyecto de santifica-ción en nosotros, la mayor belleza. Por eso el que ha comprendido el significado de la encarnación, la pasión y la resurrección del Verbo de Dios, lo ha comprendido todo, pues en Él está la verdad del cosmos, el sentido del ser humano y el destino de toda la creación. Desvirtuar la imagen de esa belleza, es profanar la obra de Dios “No profanéis vuestra imagen santa, obra del Creador, que es templo de Dios” (Lev. 22, 32).  “No convirtáis la casa del Padre en casa de mercado sucio(Jn. 2, 16).

Que este arte de la belleza del alma, se haga epifanía de Dios que ilumine de nuevo la imagen que nos hace ver mejor a Dios, especialmente a través de su palabra que trasciende toda sensación espiritual. Las bellas imágenes de los santos son las que traducen mejor el esquema espiritual de su experiencia de fe. Que ellas nos sirvan de luz interior que trasforme nuestra fragilidad humana, en auténtico recuerdo viviente de Jesucristo, que destruirá la vacuidad de otras imágenes que nos alejan de Dios. Nadie como los santos nos revelan el sentido estético de la belleza espiritual y su relación con el misterio de Dios.