jueves, 26 de octubre de 2006

RETRATO ESPIRITUAL DE SAN FRANCISCO DE ASIS

San Francisco de Asís (1182-1226) es el Santo más universal. Es uno de los más admirados en la Iglesia. Es el Santo Hermano de todos. Su forma de vida, marcó un estilo nuevo en la Iglesia, creó una manera peculiar de estar en el mundo, que contagió a los hombres y cambió el rumbo de la historia. Su instinto agudo para celebrar la vida cual alegre presencia luminosa de Dios, fácilmente le llevó a descubrir en el mundo y las criaturas, la belleza teofánica de la presencia de Dios.

Hacer en breves pinceladas un retrato espiritual de Francisco de Asís, no es nada fácil, ya que es un hombre que lleva en sí el alma de poeta, músico, artista, místico y santo. Se necesitaría la intuición sapiencial de la transparencia para revelar la inmaterialidad de lo celeste, o tal vez, estar en altura mística de unión transformadora, con ojos proféticos que revelasen los arquetipos divinos donde todo es espíritu y gracia. Aunque todo es posible en un Dios que es siempre revelación.

Y es que Francisco, desde su alegre juventud, el Evangelio se hizo para él palabra reveladora que transformó su vida. Desde su conversión, entró en ambiente de Dios que le hizo vivir en contínua experiencia mística, y en total fascinación del “Altísimo y bondadoso Señor”, dejándose avasallar por esa “plétora oceánica de la realidad que surge gloriosa de los abismos de Dios”.

Aupado en su filosofía del amor, Cristo se le reveló como transfiguración luminosa que llenaba su vida de luz y verdad, reveladoras de la trascendencia del Padre. Centrado en el misterio de la pobreza y humildad, Francisco vive la vida con gozo renovado a ritmo de perfecta alegría, como un hombre nuevo y liberado, en total disponibilidad y en místico éxtasis de amor divino, como el que ve en todo a Dios presente, y al que canta en lenguaje bíblico las maravillas de Dios en el cosmos, en las criaturas y en la belleza de la fraternidad universal.

Su centro de vida está en la experiencia profunda del Dios revelado en Cristo Jesús. El Evangelio de la cruz es el único libro que Francisco hizo vivo hasta encarnarle en su vida. El abismo de la pasión de Cristo le llevó al abismo de la com-pasión, de la ternura sublimada, de la fidelidad, de la entrega más total, hasta transformarse en la misma imagen del Crucificado. La consecuencia de este amor, le dejó a Francisco estigmatizado en su cuerpo, marcado de amor, a semejanza de la fiel imagen de Cristo, como serafín privilegiado, en virtud de la fuerza milagrosa y el poder del Espíritu de Dios que comenzó a actuar en él.

Toda la vida de Francisco fue vivir abrazado a Cristo en los hermanos. En ellos encontró el esplendor de la fraternidad, como la suma belleza de la armonía y la dulcedumbre más reveladora de del Dios, encarnado en el hombre y para el hombre. Por él se hace siervo, pobre, humilde, disponible, entregado, el más pequeñuelo y mínimo, porque en todo aspira el aroma sublime que irradia el espíritu y la belleza ejemplarizante de la vida de Cristo.

El humilde Francisco, fue siempre un hombre de profunda comunión con Dios en el hombre y las criaturas. Él supo hacer alegre la vida en esa búsqueda de Dios. Vivió con inusitada intensidad la belleza del espíritu. Poseía un instinto agudo para descubrir la presencia luminosa de Dios en cada criatura y vivirla como una constante teofanía de Dios. Había en él un sentido estético de la belleza, que le llevaba a expresar la vida como una gozosa manifestación de Dios. El mundo, las plantas, las flores, todo era motivo sugerente que llenaba su mente y su alma del misterio de Dios. Él mismo vivía como un artista del espíritu, como un mensajero encarnado en la belleza, haciendo de la belleza santidad y de la santidad belleza.

De ahí que el arte encuentre tantos motivos pictóricos en él, que reflejan la belleza de su espíritu. Pintores como el Greco nos le presenta en un cuerpo espiritualizado, cual signo de hombre deificado, con rostro que irradia luz interior como trasformando la fragilidad humana en un cuerpo habitado por Cristo. Murillo y Ribalta, le presentan fundido en un abrazo con Cristo crucificado, creando un espacio de éxtasis amoroso, donde todas nuestras palabras enmudecen. Zurbarán en sus diversa creaciones, nos mostrará al Santo como símbolo de la belleza y santidad, cual receptáculo puro donde Dios mora y vive, como constante presencia santificadora. Alonso Cano le ve en total admiración y resplandeciente de luz, cual Moisés en el Sinaí, brotando de su imagen destellos de gloria como lugar de teofanía.

Son muchos los grandes artistas que han encontrado en la persona de San Francisco de Asís, el Santo idóneo para pintar y reflejar esa sublimidad espiritual del alma. El alma no se ve, pero artistas como Ribera, Gregorio Fernández, Valdés Leal, Pedro de Mena, Sánchez Coello, entre otros muchos, cuando pintan o esculpen a San Francisco, nos muestran actitudes que reflejan el alma. Son esos momentos de encuentro con el trascendente, donde el artista sabe fusionarlos bellamente con el alma. Instantes privilegiados con lo sagrado en esa realidad “totalmente otra” superior al hombre. Espacios redimidos que se dilatan al infinito en total acción con el espíritu.

En la Iglesia, también el arte se vuelve sacramental, lugar de encuentro y revelación, signo visible donde el espíritu actúa como dedo invisible de Dios, trasformando la imagen en la suma Belleza, en símbolo revelador. Belleza inefable de Dios que se entremezcla en singular experiencia de fe y de comunión con ese mundo escatológico del más allá.

Es digno de admirar las veces que estos artistas han ensayado su arte sobre el retrato espiritual del Santo de Asís. Cada obra es un tratado de espiritualidad, un libro de oración y meditación, un vademécum para el creyente. Nos hacen reflexionar con sólo verlas. Son imágenes desmaterializadas que flotan como venidas de otro mundo. El peso y la opacidad de la materia desaparecen para volverse ligeras, ágiles, haladas, celestes. Están totalmente espiritualizadas como rayos de energía deificante. Son cuerpos donde a través de los pliegues de la estameña del hábito, se esconde el alma seráfica del “Poverello”, llena de luz misteriosa y gracia transfigurante.

Estos retratos espirituales de los citados artistas, manifiestan una composición tan armónica entre cuerpo y alma, que impacta y nos deja ensimismados por la acentuada elegancia y belleza, engalanadas e impregnadas de acentuada esbeltez. Es el rostro dulcificado del Santo de Asís el que nos cautiva, el que expresa el espíritu donde aflora el hombre interior. Es la belleza del mundo nuevo revitalizado por la gracia, como un universo renovado. “habitado por las energías divinas y visibles en esos seres con rostro de eternidad”. Todo el santo está penetrado de ese misterioso silencio de lo divino, al tiempo que también está embriagado de vida y movimiento, de vitalidad y de energía, exuberante de belleza y perfecta alegría, en vía de convertirse en ese cosmos de gozo renovado y nueva criatura.

“Desde la Encarnación del Verbo todo está dominado por el rostro, el rostro humano de Dios”. Este es el punto de partida para estos artistas, de ahí que centren la atención en el gesto y las miradas. Aquí, las miradas hablan desde el interior, con la fuerza del fuego celeste de Pentecostés, que nos purifica e impresiona, cual si fuera el espíritu el que nos mira y nos habla.

Son retratos en los que hay complicidad de entendimiento entre esa paradoja del lenguaje visual y el místico. Toda la escena está circundada de paz interior, “escondida en el corazón del hombre redimido” (1 Pe. 3, 4). Sólo los grandes artistas saben crear estas escenas o momentos arrancados del más allá, donde aún palpita el ser humano, pero ya despojado de lo inútil y centrado en lo único necesario.

Sin lugar a duda, estos artistas son auténticos biógrafos del espíritu, al tiempo que son poetas y cantores de la belleza como del colorido. Nadie da lo que no tiene. Ellos nos ofrecen estas vivencias de fe, como la suma de su experiencia en esa lucha interior por revelar el don de la belleza. Es su forma de manifestar y envolver esa gama de cromatismos, donde la materia se mezcla con la irradiación que nos abre a lo invisible, cual nueva luz tabórica, que nos introduce en esa verdadera luz solar, “donde se vive el deseo ardiente e innato de lo bello y lo santo” (S. Basilio. P.G. 31,909 BC).

Como en la Palabra de Dios, se necesita la fe para mirar estas obras de arte. Sólo las miradas de los distraídos necesitan mirarlas muchas veces. Si las miramos con ojos de belleza, nos arrebatarán el alma y sentiremos la presencia del Santo, que nos expresa su misterio de intercesión. El mismo San Pablo estableció este fundamento de la imagen como revelación y manifestación de Dios. “Cristo es la imagen del Dios invisible” (Col. 1, 15). Y si en Cristo aparece la imagen de Dios hecha hombre: Dios-Hombre, en Cristo se realiza y culmina la imagen plenificadora del hombre-Dios.

Mirado desde este punto, la imagen del hombre es también la imagen de Dios. El hombre sólo es verdadero, sólo es real en la medida en que refleja esa imagen de Dios. Imagen hecha gracia en el Santo, donde se proyecta como en un espejo la belleza divina. Belleza que en estos retratos espirituales se hace imagen del hombre trasfigurado en imagen de Dios.