Se nos impone una reflexión, pues
cada vez tenemos los ojos más enfermos dominados por la sensualidad. Cada día estamos
más huérfanos de la belleza que engendra vida, a la vez que aumenta la
debilidad para captar la luz verdadera del espíritu. Nuestro gusto para mirar y
contemplar la belleza universal, como revelación y presencia de Dios, se está
quedando eclipsado por todo lo humano, efímero, caduco y terreno. Los altos
ideales por la conquista de la belleza, se han banalizado y rebajado a la
exigencia del aquí y el ahora.
Pero el cielo y la tierra, la
existencia y el cosmos, el misterio y cuanto existe, siguen proclamando, en
armónica sinfonía, al Dios presente y revelado en el universo; al que es
infinito y lleno de belleza divina. La creación entera es un himno de belleza,
una danza creativa de amor, luz esplendente engendradora de vida y armonía, espejo
donde se proyecta la imagen del trascendente, lugar donde cada ser cobra el
valor de mensajero, de presencia reveladora, de promesa amorosa y sacramental.
Todo es misterio de creación continuada. Todo es magisterio cósmico de la
Verdad, donde brilla la Belleza y la Sabiduría, en la inefable realidad que nos
rodea; donde todo está lleno de bondad,
de certeza y realidad del que todo lo sustenta: Dios. Dios lo llena todo y todo se hace vida y
realidad en su Templo, (suntuoso símbolo del paraíso). Lugar al que nunca
vamos, porque de él nunca salimos, ya que siempre estamos y moramos en él, pues
“en El vivimos, nos movemos y existimos” (Hech. 17, 28).
De forma muy distinta han mirado
los grandes pensadores de la humanidad al universo, donde para ellos, el cosmos
era la gran Belleza y reflejo de Dios. Platón decía que “el mundo era una
admirable sinfonía y cuyo resultado era la belleza” (En el Sofista,
228). Y Aristóteles va más lejos y dice que “la belleza
del mundo nos produce intenso conocimiento y gran éxtasis en el alma” (Met.
7.1072). Y siguiendo esta línea, Plotino nos recuerda que
“la belleza del mundo es arquetipo de la belleza del alma” (Enneades. I. 6,2). “Sólo el
universo es perfecto”, decía Cicerón (De nat. deor. II 14) Y San Ambrosio canta jubiloso la belleza de la creación (PL. 14,368s). El mismo
San Agustín nos recuerda, que “toda belleza procede y nos lleva a Dios” (Conf.
X 34-35). Y el docto seráfico San Buenaventura, nos anima
diciendo, que “nada deleita tanto como la belleza de Dios” (In II
Sent. 13 a). Y siguiendo esta línea podríamos hacer
una larga lista de pensadores tanto antiguos como más cercanos a nosotros, donde todos coinciden que el cosmos es la
gran revelación de Dios y donde Él se manifiesta lleno de esplendor y de
Belleza.
Y si consultamos al texto Sagrado
de la Biblia, desde sus primeras páginas deja bien asentado, cómo la morada de
Dios que gravita sobre la belleza artística que sus dedos habían creado, era
toda hermosa y bella (Gn 1, 31). Absolutamente bella, ya que Dios todo lo que hace es bueno y bello.
Él todo lo hizo para ofrecernos acordes de armonía y hermosura a nuestro
espíritu. Todo está sellado con el germen de su infinita belleza, a imitación
de su perfecta e infinita sabiduría, estableciendo el Reino de la Belleza como
sede del espíritu de la Belleza.
El hombre sin belleza no podría
vivir, ya que ella nos libera de la angustia de la vida, nos da satisfacción,
entusiasmo y nos evoca esa belleza infinita escrita en el corazón humano. La
belleza es la que nos sustenta el espíritu, la que proclama el “esplendor de la
verdad”. San Juan Crisóstomo dice que “la belleza es simiente de lo divino,
ágape arraigado en el corazón humano” (N. Cabasillas, p. 155). Y los SS. Padres dicen que “comunica
a la persona el esplendor de la santidad”. Toda la obra de Dios es trasmitir su
espíritu de belleza, para que penetre en lo más profundo de nuestro pneuma, esa
“poesía sin palabras”, y esa luz esplendente y reveladora que “ilumine a todo hombre que viene a
este mundo” (Jn. 1, 9). En ese sentido, la Vida y la
Luz se identifican con la Belleza, que nos llega como salida del “dedo de
Dios”, “resucitada y resucitadora”. El salmista lo canta bellamente a ritmo de
doxología: “Dios está revestido de belleza y esplendor” (Sal. 103, 1).
La pérdida de esta belleza en
nuestro tiempo tiene unas consecuencias muy serias. La falta de sensibilidad
por el buen gusto y la belleza, nos están llevando a la deshumanización y la
falta de educación, como al desprecio de la vida, la violencia y falta de
valores tanto humanos como espirituales.
Hoy se mete más ruido que nunca, se danza sin descanso y las horas de la noche
son pocas para la diversión; pero estamos viviendo una época triste, oscura de
belleza y de barbarie artística. Lo feo como contraposición a lo bello está de
moda, como lo estuvo en los tiempos bárbaros. Hasta se premian obras de mal
gusto y algunos fingen extasiarse ante figuras ininteligibles. Y cuando uno
dice no entenderlo, queda como ignorante, inculto, atrasado, dándole de lado.
Pero en realidad, la falta de belleza y armonía da pena, amargura, desazón, a
veces hastío.
Como contraposición, está el buen
gusto de algunos, que luchan por conservar y restaurar, para que no mueran las obras de belleza que nos
legaron los grandes Maestros. Incluso se intenta descubrir las bellezas ocultas
en ruinas o abandonadas, porque tienen la belleza de lo clásico y están llenas
de armonía, de símbolos y mensaje. Volver a contemplarlas en su originalidad,
es recuperar la alegría, la luz y la belleza. Hacer que la tierra recupere esa
iluminación de lo bello, para que los que nos precedan puedan recuperar el
valor de la auténtica belleza y dignidad. Sólo en la belleza, considerada como
luz y gracia, los humanos encontraremos el sentido de la vida, del gozo y la
verdadera dignidad humana. Hagamos lo posible para que la luz y la belleza
iluminen la vida sobre la tierra.
Y es que el sopor está haciendo
estragos. Es necesario recuperar la capacidad de admiración; ver mejor el mensaje cifrado establecido por Dios, en
esa fascinante belleza universal que nos circunda. El cosmos no es sólo un escaparate
o puente hacia Dios, es también el pacto en arco iris, que nos llena la vida de
belleza y señala la casa del encuentro con el infinito amor de Dios. Ya el Maestro
y místico Eckhart nos dejó dicho, “que sin el mundo, el alma no podría conocer
a Dios ni ser feliz”. El mundo está en revelación permanente, es un misterio
renovable con infinidad de sorpresas, una continua y nueva creación de belleza
avanzada, santuario de la manifestación gloriosa del que es la Vida, la Verdad
y la Belleza.
El ser humano necesita tanto de
belleza como de pan. No podemos cerrar los ojos a la belleza, como tampoco
cerrarlos al don de la imaginación, de la fantasía, la utopía, el sueño, la
emoción, el símbolo, la poesía del espíritu o la armonía de la belleza, con la
que Dios nos ofrece, en contínua alianza, el amor salvífico. Su Espíritu
gravita siempre en nosotros. Ya los antiguos místicos nos decían que “el
Espíritu habita la creación y renueva la faz de la tierra” (Sal. 103, 30).
El misterio se renueva y sigue
siendo misterio, pero grita en la Cruz y quiere revelarse, hacerse siempre encarnación
y resurrección. La mística evangélica es una mística de los ojos abiertos y las
manos operantes, siempre abiertas a la
revelación de la belleza y misterio. El encanto del misterio como el de la
belleza, es el que debe llenarnos de indecible arrebato. El misterio es el otro
lado y lo más profundo de la realidad, pero es también la puerta reveladora de
la Verdad y la Belleza. Nuestra fe es la que mejor penetra la realidad secreta
del misterio. El que está en el misterio y no experimenta el espanto, la
sorpresa o la admiración de la infinita belleza, es un vivo-muerto y sus ojos
se han cegado. Einstein decía que “el misterio de belleza es algo tan
fundamental en la vida, que la religión cósmica es el móvil más poderoso”. (En Cómo
veo el mundo).
Que no sea la belleza efímera la que domine e imponga su gusto en nuestro tiempo. Los teólogos, como personas cualificadas en la belleza espiritual, nos dicen que el mundo entero es una teofanía que proclama la inmensa belleza de Dios. Y que todo el cosmos es una bella sinfonía que proclama la Belleza divina. Todo está hecho a imagen de Dios y el hombre es imagen del universo. La Iglesia entera celebra la belleza divina que sustenta las cosas, como reflejo del Espíritu divino, ya que Dios mismo nos conduce a la belleza pura de la verdad. El hombre en su microcosmos lleva el germen de un “logos poético de belleza”. Es el Espíritu de Cristo, el Espíritu de Belleza, el que le conferirá la belleza perfecta.