A lo largo de la historia siempre han existido crisis religiosas, como han existido personas y filosofías, escuelas y tendencias, con marcado acento perverso y antirreligioso declarando la muerte de Dios. No han faltado también seudo-científicos que declararon la destrucción del Reino de Dios, como no han faltado filósofos modernos, quienes en boca de Nietzsche remedaron y proclamaron a gritos el: “Dios ha muerto”. Grito vacuo e inerte que tuvo eco en ese crepúsculo negro de la Modernidad, inaugurando el reino de las tinieblas. Años más tarde, con alaridos de apestados prolongará también el existencialista J.P. Sartre en sus ideas filosóficas la muerte de Dios, queriendo penetrar, aunque precariamente, sobre la esencia del misterio, sin dejar los túneles tenebrosos del ciego enigma, queriendo aclarar la esencia y existencia.
También el mundo del arte se ha dejado seducir, incluso en parte se alimenta de estas filosofías como focos de identidad personal y cósmica, que son pura ilusión dañina y gravosa, reflejo de la ausencia de la belleza de Dios, donde se rompe y extorsiona el símbolo de comunión entre la comunidad humana y el trascendente divino, dando lugar a la desunión, el desgarro, la perturbación, el vacío y el sinsentido, ya que desaparece la belleza del misterio que nos iza a Dios. Ahora, estamos como suspendidos del vacío y sin ideas. Nos quema el fuego del Nirvana. Hemos entrado en el apagón de la luz y estamos huérfanos de belleza. Queriendo ser como dioses, hemos caído en la supina ignorancia y en la estulta sabiduría.
Como resultado, el Dios de la Belleza artística ha desaparecido y la crisis de belleza se hace cada vez más agravante, no parece sino que hemos entrado en el reino del mal. De pronto, ese mal se ha revelado y se ha encarnado en el verbo del arte vacío, bien adornado de cortinas de humo para esconder el falso Nirvana que hay en su mundo, cuyo fin es alejarnos de esa infinita belleza que manifiesta la luz y la esperanza que nos viene de lo alto.
Hace algunos años, el erudito George Steiner ya lo anunció claramente, a propósito del pensamiento y el arte de los últimos tiempos. Lo que aparece y actúa en ellos “no es sencillamente un olvido, sino un teísmo negativo, un sentimiento particularmente intenso de la ausencia de Dios, o para ser más precisos, de Su retroceso. El “otro” se ha retirado de lo encarnado, dejando inciertos rastros profanos o un vacío que sigue resonando con la vibración de la partida. Nuestras obras estéticas exploran el vacío, la vacua libertad que llega de la retractación (Deus absconditus) de lo mesiánico y lo divino”.
Si las obras de creadores de otro tiempo “representan la epifanía de una presencia real”, las de muchos creadores de nuestro tiempo, revelan, con no menos autoridad, “su encuentro con una ausencia real... donde hay una “teología cero” de lo “siempre ausente... La densidad de la ausencia de Dios, el límite de presencia de esa ausencia no es un giro dialéctico vacío... Es este “estar-allí” ausente, en los campos de concentración, en el baldío de un planeta mancillado, lo que se articula en los textos maestros de nuestra época”. (Georges. Steiner Presencias Reales. 2ª edición. Barcelona 2001, pp. 288-290).
Son muchos los que en
la Iglesia piensan y ven en esta situación un reflejo de la época que
vivimos, sufriendo una desesperanza sin
precedentes La escasez de arte religioso significativo que padecemos, como
la ausencia de artistas preparados, carentes de ideas religiosas en la mayoría,
en total desconocimiento de la Palabra Sagrada, alejados de la fe y vivencias eclesiales; no es posible crear un arte de
belleza simbólico y con mensaje trascendente. No negamos el que tales artistas tengan
habilidad y conozcan bien su oficio, lo que negamos es su capacidad actual para crear el arte
sacro y de belleza religiosa. No se puede dar lo que no se tiene. Y quien no
tiene ni vive la fe, es difícil que pueda comunicarla. Si nuestros clásicos la
trasmitieron era porque no sólo la vivían, sino que eran también grandes
conocedores de las Escrituras, cuando no maestros y teólogos de la Palabra.
Muchos creen que nuestro arte religioso, de seguir estos caminos, corre seriamente el peligro de ser fagocitado por ese arte del vacío, de la tiniebla, del arte fúnebre y de muerte, sin fe, sin belleza, sin ideas, opaco y ridículo, cuando no blasfemo; ya que, aunque no lo queramos, nosotros también estamos en el silencio fúnebre, del “funeral por nadie”, “ridiculizando la religión”, en la que se entonan desafinadamente “cánticos de credos muertos”... Apartémonos de este “brutal enigma del fin”. Salgamos de este interminable viernes de dolor y demos paso al domingo glorioso de una nueva resurrección. No nos apuntemos más a la fila de los que han dado la espalda al alba y el mediodía del arte de belleza, el arte sacro de presencia de Dios. Que se haga encarnación viva la belleza del Logos hecha arte canónico como objeto de amor y esperanza cumplida.
En multitud de lugares la Biblia llama a Cristo “esplendor de la verdad, imagen luminosa de la gloria de Dios”, dándonos a entender que El es la impronta de todo, en cuya imagen “se encarnó el Verbo, el Logos”. En la imagen de ese Hijo de Dios está la expresión por antonomasia de la divinidad. En El se hizo visible la Luz divina que lo llena todo de verdad. En El se nos reveló lo que hay de más íntimo, sagrado, espiritual, eficaz, profundo y bello, se manifestó como imagen de Dios revelada en la figura humana; se hizo bondad, pensamiento, voluntad, acción, amor, belleza inagotable. Toda su vida humana fue acción, predicación, pasión y resurrección, pura expresión de Dios en revelación con la fuerza invisible y eterna del Creador.
Si el universo entero aparece como obra artística de Dios, inspirada y arrebatadoramente bella, cuánto más debe brillar la luz de la hermosura en la imagen de Cristo y cuanto le rodea, ya que El es el hombre puro y santo, resumen de ese “ser imagen de la creación y compendio de la revelación, tanto de Dios como del hombre”. La Iglesia y los creyentes siempre hemos visto en El la autoexpresión viviente de Dios, el himno que resuena desde la eternidad como cántico matutino que glorifica la divinidad del Creador; sinfonía de luz que nos revela vivas presencias de Dios en infinita belleza; arquetipo manifestado como perfecto estrado donde Dios está siempre presente y revelado.
Olvidar y abandonar esta multiplicidad de arte y de belleza, como presencia de Dios, concebida como el lugar de la alianza entre Dios y el hombre, lugares llenos de luz y de paz, de pura autenticidad y armonía, como acontecimientos reveladores y paradigmas de lo escatológico, para aliarnos con un arte efímero, vacío, triste, desgarrado, sin belleza, sin fe, envuelto en sombras de muerte, sin horizontes de esperanza y a veces con visos o expresiones blasfemas o ateas, sería un pecado en similitud al de los soberbios ángeles que abandonaron a Dios. Volver al arte de belleza es no sólo nuestro deber, es volver a la tierra nueva y al cielo nuevo, donde todo es luz y presencia del edén celeste, donde Dios se nos revela mejor, se hace más visible, más Palabra, Verbo que se encarna en lo profundo de nuestro espíritu.
Una Iglesia sin arte espiritual y de belleza, no sería Iglesia. En un mundo donde lo espiritual se desprecia y se ha perdido la capacidad de ver la belleza, de contar con ella, relegando su fuerza atractiva para mirarse en ella, es un mundo que conduce a la nada, un mundo idolatrado de sí mismo, que sufre la influencia dominante del vacío, carente de sabiduría celeste. Cuando el conocer se aparta del contemplar la belleza, se está renunciando profundamente a la comunicación del Trascendente. Los falsos trascendentes son “abortos mecánicos”. Lo que supone que el ser humano se vacía de su contenido esencial, pierde su raíz celeste, su sentido sagrado, alejándose de Dios y cayendo en el ser desnaturalizado, rodeado de la nada y en el vacío de la muerte.
Perder la belleza es como perder la espiritualidad del alma. La belleza cósmica exterior nos sirve de logro transfigurante. “La belleza salvará al mundo” (Dostoievski). Pero también los nihilistas como los ateos la necesitan, aunque sólo para idolatrarla. En el icono de Cristo, como en el de la Virgen y los Santos, se ha manifestado la belleza espiritual. El Evangelio de San Juan ve el milagro de la Encarnación como la revelación de la Belleza, porque tal belleza introduce a Dios en el alma para hacerla semejante a Su Belleza. “La naturaleza entera espera gimiendo que su belleza sea salvada a través del hombre hecho santo” (Ro. 8, 22).