Y en un tiempo, relativamente corto, los
fieles seguidores de Jesús se vieron
transportados de los sencillos recintos, de sus “Domus ecclesiae”, a los
espacios diáfanos y suntuosamente decorados, como las Basílicas
construidas cual si fueran “un monumento
a Dios”, siendo el fruto de la fe de los fieles que ponían sus construcciones
al servicio de la Iglesia, para darle a Dios todo lo mejor que tenían. Dios lo
llenaba todo.
Y de la fe de aquellos cristianos emergió
una nueva teología del templo, que se realizaría en la liturgia, convirtiendo a
las iglesias en el “templo palacio del Emperador de Cielo y Tierra” A partir de
aquí serían incalculables las proyecciones de gracias y bendiciones logradas
para los fieles, que mediante esta concepción del culto se realizarían en la
Iglesia.
Con estos fundamentos, en un progreso
ascendente, al correr el tiempo, se hicieron de los templos verdaderas
Basílicas, Catedrales, Santuarios, como símbolos vivientes de la presencia de
Cristo. La imagen de Cristo en estos lugares era palpable y creaba ambientes sacros.
Se quería que todo en el templo hablara de Dios. Que el templo fuera reflejo de
de todo lo celeste y divino, que fueran réplicas terrenales de los arquetipos
celestiales, al tiempo que imágenes cósmicas. De esta forma, la cosmología y la
teología se fundían en un mismo abrazo cristiano. El propio universo se le
concebía como un templo, al que se le hacía figura de Cristo.
Comenzó muy pronto la idea de decorarles
llenándoles de símbolos que hablaran de la gracia y sacramentos, haciéndoles
centros de miradas, como presencias de
Cristo. El altar, el sagrario, el ambón, la pila bautismal, hasta la luz
y las paredes se convierten en palabra que habla con lenguaje evangélico y
escenas bíblicas. En ellas se destacan las figuras de Cristo, la Virgen, los
Apóstoles y los Santos, presentes como viviendo entre nosotros, al tiempo que
elevaban el espíritu. Con todo ello, se creaba un ambiente fascinante en el que
se vivía una liturgia viva, emocionante, provocando el sentido del misterio,
como si el cielo y la tierra se unieran en un ordenamiento que lo abarcaba
todo. “Creíamos que estábamos en el cielo, en el templo soberano del Creador
del cosmos, como si el Verbo hubiera erigido bajo el sol de este mundo, el
símbolo espiritual, el trasunto, de lo que es el más allá, la bóveda del cielo…
como si la Jerusalén celeste y el monte Sión estuvieran aquí representadas,
cual la ciudad supraterrena del Dios vivo” (Eusebio de Cesarea. Sermón de la consagración de la basílica de Tito).
Todo esto nos recuerda esos tiempos en los
que se vivía una auténtica fe, tanto en la liturgia como en los diversos
elementos que decoraban el templo. La palabra, la liturgia, el arte , la
música, los símbolos, todo tomó carácter de santo, de sacro. Todo hablaba de
Dios y llevaba a Dios, al tiempo que
todo era elemento esencial que daba entrada a la santidad y cercanía de
Dios. Y en la medida en que se olvidó o se entró en el retroceso de estas
vivencias, se abrieron las puertas a la decadencia y pérdida de fe, o
convirtiéndola en costumbre rutinaria. Esto es lo que el Vaticano II quiso
reparar, introduciendo un aggornamento
o renovación para actualizar la fe de la Iglesia.
A partir del Vaticano II se comenzó en
la Iglesia un tiempo eufórico positivo en renovación, con ganas de cambiarlo
todo y modernizarnos con rapidez. Era urgente y necesaria una adaptación y
puesta al día en muchas cosas, especialmente en la liturgia, oficios religiosos
y prácticas cristianas. Y donde más patente y visible se hizo el cambio fue en
las nuevas iglesias o templos, aunque también los cambios llegaron a varias
iglesias antiguas, que llevados del entusiasmo del cambio se despojaron de
obras de arte, a veces sin criterio, quitando altares, imágenes, objetos y
símbolos de arte que hablaban de fe, sólo por
el mero hecho de modernizarse. La falta de formación, la ligereza y
carencia de sensibilidad del clero, hizo que se cometieran imprudencias.
El
crecimiento demográfico de la ciudades creó necesidades urgentes, a las que
hubo que respon-
der
con templos nuevos acomodados a las nuevas exigencias del mundo moderno. Y
aquellas iglesias que simbolizaban la “Morada de Dios”, la “Ciudad santa” la “
nueva Jerusalén” descendida del cielo, preparada como una esposa
engalanada para su Esposo” (Ap.
21, 2s), ahora se pasaba
a una iglesia funcional, desprovista de medios, de símbolos, de formas de
belleza y de arte. En multitud de casos se crearon iglesias modernas que son
autenticas joyas que confieren carácter sacro, creando espacios luminosos y
ambientes religiosos, donde se perciben sensaciones que comunican al espíritu
una emocionada calma y serenidad, apta para la contemplación interior.
Pero nuestra reflexión quiere detenerse
en esa inmensa mayoría de nuevos templos que se han hecho con precipitación, acomodados
a las circunstancias, con falta de criterios, de símbolos y motivaciones de fe,
que están muy lejos de lo que el Vaticano II pedía. Algunos de ellos, según criterios de los fieles, desangelados y faltos
de belleza. Siempre es disculpable la buena voluntad, pero ésta no basta. Cuando
en las altas esferas se camina a destiempo por falta de previsión, y ésta la ha habido, cuando no se ha estado
atento a las planificaciones urbanísticas, para poder elegir a tiempo el lugar adecuado
del templo, adelantándose a los acontecimientos y ofreciendo servicios
religiosos a fieles, que llegaban a la
urbe desorientados. Y caminar con rémora en esto es fatal.
La “casa de Dios” y “casa de la
comunidad”, como lugar de encuentro entre Dios y el hombre, donde se realizan
las nuevas teofanías, no impide el que sean humildes y sencillos recintos, lo
que importa es que sean lugares significativos, que creen espacios sacros y
religiosos, capaces de expresar la encarnación de Dios con ambientes de
presencias cargadas de teofanías. Pero es difícil crear estas realidades en
naves comerciales o en construcciones sin atisbo de sentido religioso, vacías
de signos y símbolos, alejadas de sentido sacro, carentes de presencias y
manifestación de Dios. Son lugares que
no parecen iglesias y poco propicios para atraer a las nuevas juventudes, que
sean las piedras angulares que edifiquen el futuro evangélico de Cristo.
En general, en la mayoría de los nuevos
templos, no se ha sabido tener en cuenta la visión externa, como medio de
atracción y llamada. Ni la nueva arquitectura ha sido un fruto maduro de fe,
donde vibra el interior con sentido evocador de oración. Ni se ha estudiado la
luz, que tiene el sentido de gracia, de
fe y gloria de Dios. ¡Cómo se echa de
menos un cierto sello kerigmático, que daría carácter y sentido de encarnación!
Da la impresión de que se ha hecho el edificio sin haberse planteado qué es una
iglesia, qué aspecto y sentido de fe debe trasmitir. De ahí que haya personas
que critiquen aspectos, formas y contenidos, desprovistos de fe, sentido y
razón.
Se ha prescindido de símbolos, cuadros
artísticos, obras de música, imágenes y otros objetos, como elementos importantes
para conferir carácter sacro a un edificio, mutilando el sentido misterioso de
cercanía a lo divino, al tiempo que se vaciaba la versión simbólica de la
morada de Dios entre los hombres. Se han suprimido las campanas como cosa
superflua, que tenía el sentido de convocar, cuando en realidad la iglesia, en
el vocablo griego, significa convocación,
convocar a la asamblea de los fieles que acuden a celebrar el culto. Más grave
es aún la supresión de vidrieras, que no sólo trasmitían la luz como símbolo de
la gracia divina que ilumina a las almas de los congregados, sino que creaba
ambientes místicos propicios para la oración y el encuentro.
Todo esto da como resultado un avance progresivo de falta de fe, de ausencia de cristianos. Es un declive espectacular y alarmante que debe hacernos pensar y corregir defectos para un futuro. Es hora de despertar y reconocer que el haber desmantelado nuestros templos, nos ha llevado a esta ausencia y pérdida de fe, tal vez irreparable, y la que aún no queremos reconocer, pero no por eso deja de ser grave.