Estamos hablando de San Juan de la Cruz (1542-1591), el místico de la belleza espiritual de todos los tiempos, con verbo teológico iluminador de la belleza de Dios. El que más admiración ha causado en nuestra sensibilidad espiritual, llenándonos de la luz santa del Hogar divino. Juan es el gran poeta lleno de luz celeste, que seduce al alma, conmueve y conduce los sentimientos al sumo bien por medio del amor divino, deleitando con la belleza de su “ciencia transcendiendo” que llena de conocimientos santos. Juan de la Cruz es también el santo que vive y siente desde el interior el arte de Dios, ese arte hecho gracia y belleza en Cristo crucificado, al que ve con ojos iluminado desde la altura del misterio de Dios.
Este santo llevaba dentro de sí el gran teólogo que ilumina nuestro caminar y nos acerca a Dios con su mundovisión teológica. Es el hombre todo hecho conocimiento de Dios, experiencia mística, sabiduría del Hijo de Dios, contemplación del Cristo cósmico, por cuya belleza espiritual se siente arrebatado hasta fundirse en llama de amor, licuado en éxtasis de verdadero amante. La belleza, la verdad y la bondad, que resplandecen en todas las cosas como presencia de Dios, le transforman su vida en el gran místico de la Iglesia, en el poeta universal de la belleza y en el santo arrebatado de amor.
Entrar en la vida y obras de este santo, es dejarse seducir por la misma hermosura que lleva impresa en sus ojos con clara imagen de Dios. De sus labios salen palabras de altísima belleza poética, que son como dones que derraman gracia de admiración. “Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con premura / y yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los dejó con su hermosura” (Vida y obras de San Juan de la Cruz, de Crisógono de Jesús OCD. BAC. 1950. Cántico 5,3). Juan tiene ojos de vidente y ve a Dios en las criaturas. En la hermosura de su belleza él ve la misma figura de Dios. A ese Dios que viste de belleza y alegría al cielo y a la tierra, dejándolos a su paso llenos de infinita hermosura sobrenatural. Y de ese cosmos de belleza dimana su poesía, llena de sabiduría mística y pura revelación..
Juan de la Cruz es el santo de los ojos bellos, el del “Tú de los ojos deseados”, porque ha dejado que Dios se reflejara en ellos. El fuego del amor se hace visible por ellos que rezuman melodía espiritual de santidad. “¡Oh cristalina fuente / si en estos tus semblantes plateados, / formases de repente / los ojos deseados, / que tengo en mis entrañas dibujados” (C. 11). ¡Cuantas horas miraría fijo al costado de Cristo, viendo en Él la cristalina fuente de la gracia! Mirar con esos “ojos deseados” que se hacen “rayos divinos” y “verdades eternas”, que iluminan la fe y rasgan la oscuridad de las tinieblas. En esos ojos están dibujadas las maravillas que Dios ha creado, “abiertas a la sencillez del espíritu del amor”. Juan nos invita a beber el agua pura de la gracia revelada en el Hijo encarnado, donde su mirada se hace nuestra mirada, el amante deja que se grabe la imagen del amado, “donde el amor transformante crea tal semejanza entre ambos, que cada uno de ellos parece ser el otro y ambos uno solo” , quedando ya “el alma bañada por la gracia” (C, 37, 2).
También Juan de la Cruz, como todo cristiano, tuvo que pasar por la prueba de la fe, por esa
purificación interior que es la esencia de la
mística cristiana. La experiencia de la fe pasa por la
lucha en neto contraste contra las luces de la
razón, que a veces llevan tinieblas a la mente. Ante el Dios absoluto y purísimo
se cruzan las sombras de la oscuridad. También Juan tiene que pasar por la
“noche oscura”, ya que la verdad infinita de Dios no puede hacerse visible ni
palpable. Las tinieblas del no verle ni sentirle se vuelven como un infierno.
El perder la visión de Dios la siente tan a lo vivo, que le parece caer en la más
terrible desolación, en la perdición y el infierno. El castigo de no ver ni
sentir a Dios, supera al castigo del fuego y los más terribles sufrimientos.
Pero esa noche terrible del alma, es al mismo tiempo la noche de la purificación, la noche que vence a las tinieblas, noche que se hace tránsito a la luz iluminativa. Una vez que el amor ha purificado el corazón y el alma ha pasado por la prueba del fuego, se pasa al Amado para vivir el fuego gozoso del amor infinito. Es como entrar en el paraíso terrenal con los sentidos purificados, en el sumo grado de inocencia bautismal, cual anticipo de la bienaventuranza eterna. Siempre alumbrados por el Sol de gracia, “hasta llamear el alma el fuego del amor divino” (I. Prol.).
Toda la obra de San Juan de la Cruz está como tocada por la luz de la gracia, ya que ilumina las verdades de la fe, llenándolas de claridades espirituales que enriquecen nuestro vivir en Dios. Su palabra nos introduce en la vida íntima trinitaria del Amor eterno, donde el hombre vive gozoso ese amor Absoluto. Dios es siempre pura y radiante apertura al amor, ya que quiere hacer partícipe de su misma gloria a las criaturas humanas. Dios es siempre para el hombre amor, vida, consolación, iluminación, gozo, visión permanente, pura transparencia, descanso a donde aflora la inmanencia divina.
Pero sobre todo, Juan de la Cruz es un artista de Dios. No le podía faltar esta cualidad a un alma tan sensible como la suya. Para Juan, la hermosura es la fórmula más sublime para llegar a Dios. De ahí que la belleza sea para él una obsesión, una meta a conseguir. Desde muy joven se empeñó el aprender varios oficios. Desde los siete años aprendió carpintería, sastrería, entallador y después el arte del dibujo. Y para no perder el contacto con el arte, siendo novicio, pasa sus horas de descanso haciendo crucifijos de madera. El dibujo de su Cristo crucificado que aún perdura, es una imagen espiritualizada y vista desde el Padre. Esta afición por el arte la cultivará hasta los últimos años de vida. El arte para él era otra forma de vivir y expresar la belleza de Dios. Por eso en sus escritos no faltan imágenes que ilustren el arte de guiar las almas (L III. 42-43). De igual manera le encantaba la música y el cantar Porque el arte le hablaba de Dios y le lleva a Dios, por eso, cuando tuvo que dejarlo, lo hizo porque en él era más fuerte el amor de Dios, pero tuvo que hacer una opción de difícil elección, quizá la más difícil para él, pero pudo más el arte de la infinita belleza del amor a Cristo, donde se encierra el sumo arte del amor eterno.
La Fundación de Pastrana realizada por Santa Teresa y santificada por la presencia del mismo San Juan de la Cruz, conserva en el Museo obras carmelitanas, donde hay varios cuadros de arte dedicados a recordar la figura espiritual de este místico español, de la más alta santidad universal.
Son obras casi todas del s. XVII, con motivos clásicos, recordando su pose mística, espiritualizado en la oración y hablando ante la figura de Cristo. Los autores más destacados son: Alonso del Arco, Juan de la Miseria y posiblemente Francisco de Ricci y Alonso Cano, pues hay cuadros no identificados, donde hay vestigios y formas propias de ambos pintores, hoy diseminados por iglesias o museos en donde residen o han residido religiosos carmelitas.
En todos las obras se resalta la figura del santo, puesta en primer plano, en actitud totalmente espiritualizado. Le envuelve una atmósfera mística y su imagen arrodillada se muestra con clara nitidez, palpitante por el emocionado encuentro con Cristo, al que dirige su mirada en oración. Le acompañan unos símbolos de lirios y libros, que nos recuerdan su vida y sus obras, son motivos alusivos al santo, que introducen nuestra mirada en el momento mágico que vive el santo. Hay belleza plástica, pero sobre todo, dulzura e ingenuidad que eleva nuestro espíritu. Son cuadros de transparente pureza y cristalinos colores, donde el mensaje espiritual nos impacta y sorprende.
Que todo nos ayude a recordar la figura de este gran santo, que tanto nos enseña con su vida y obras, especialmente la gran sabiduría mística que lleva a Dios, de la que tanto necesitamos.