El arte navideño es el preludio de la espiritualidad cristiana, ya que él nos presenta en vivas imágenes, la belleza encarnada y humanada del Hijo de Dios, el Cristo cósmico y el Mesías esperado. La idea y el acontecimiento de la navidad encierra tanta bondad y ternura, tanta belleza espiritual y riqueza teologal, que nos sirve de tránsito y acceso al misterio de lo invisible. Con la misma plasticidad y belleza artística de la escena navideña, se experimenta ya un pregusto de la futura eternidad. Se vislumbra la irrepetibilidad del ser humano en el misterio insondable.
El sólo contacto con la belleza espiritual del arte navideño nos electriza, nos llena de sensaciones de gracia, calma la sed infinita, eleva el espíritu en rapto amoroso, entramos en experiencia íntima de convicción de que nos hallamos en otro lugar. El espacio-tiempo se vuelve gozo inefable. Ante el misterio de lo que contemplamos actúa la fuerza de la luz cromática que disipa las tinieblas de las dudas. El misterio de este arte nos purifica y adquiere la fuerza de la razón, de la certeza y la revelación, se hace verdad, Palabra de Dios dicha con belleza de imágenes.
Tanto interés encierra el tema navideño, que a lo largo de la historia del arte, siempre ha cautivado a los más grandes artistas de todos los tiempos, compitiendo cada uno por ofrecernos la más bella revelación del misterio. Y lo más importante es que todos se esfuerzan por presentarnos la idea teológica llena de belleza espiritual. Hay en su arte una exuberancia milenaria de inteligencia que nos hace disfrutar de ese sentido de lo trascendente. Es un arte que invita al espíritu a penetrar en el campo de lo sagrado. Lugar santificado donde todo está purificado con el símbolo de la luz, cual vestido de los bienaventurados.
Toda la ternura que rezuma el arte espiritual de la navidad, no es más que una pequeña visón de la belleza celeste, de ese espíritu encarnado en la naturaleza. Aquí lo divino se hace el centro de la representación del arte, pero concebido como algo que nos lleva a la unidad absoluta. Lo divino se nos presenta con una fuerza tal de atracción, que no se dirige a los sentidos ni a la imaginación, sino a la sede del alma como centro neurálgico de nuestra transcendencia. Sitúa nuestra persona en el vértice de lo poético y lírico de lo sublime, de forma tal, que cuando lo divino sale de la abstracción, se vuelve susceptible para ser representado y contemplado, alabado y venerado. Así nos presenta el arte navideño al Dios inmortal viviendo en carne mortal.
En los motivos navideños hay diferenciadas dos bellezas artísticas que nos atraen y ambas nos seducen. La hermosura corpórea que arrastra y atrae nuestros ojos con un poder cautivador e invisible, y a su vez, la belleza espiritual latente en toda la escena, como belleza que penetra nuestra alma. La belleza corporal o terrenal, actúa en este arte como un rayo o vestigio de aquella otra invisible inmersa de hermosura. Al tiempo que la espiritual se revela con la fuerza de lo celeste y divino, superando a la belleza encarnada en lo corpóreo. La perfección interior engendra la exterior. La hermosura exterior recrea el gusto y los sentimientos; la belleza interior eleva el espíritu y perfecciona el amor, le hace crecer en la dimensión del amor divino. Aquí toda manifestación de amor se perfecciona y participa en la beatitud celeste. Cuerpo y espíritu, unidos en armonía por la belleza total, se abren al infinito de gracia recibida por la belleza de lo divino.
Si este arte encierra en sí tanta belleza de atracción, es porque lleva en sí esa revelación del amor de Dios encarnado, hecho presente ante nuestros ojos. Por eso, el mensaje central de este arte, es la misma caridad divina del Dios Amor, manifestado en la ternura de ese Niño que es el Hijo de Dios, el Hijo del Amor. Dios es Amor, dice San Juan, pero no un amor solitario, sino un amor de comunión de personas. Creer en este amor eterno manifestado en el Hijo, es crecer en el espíritu de amor que nos invita a la perfección Trinitaria. “En verdad, ves la trinidad si ves el amor” (S. Agustí, De Trinitate, 8, 8,12). ¿Cómo no va a seducirnos este arte que lleva en sí la misma belleza increada?
El alfa y omega del arte y espíritu, se encuentran y se unen aquí para que sea la Luz del Espíritu la verdadera revelación de la belleza espiritual que se nos comunica. En cada nacimiento -portal de Belén- se puede contemplar la Belleza divina que nos salva. Es ese Amor inefable manifestado en el Hijo, cuya visión hace desbordar al alma presintiendo la infinita Belleza que nos llegará en la luz del Octavo Día. Es el mismo Espíritu Santo el que hace radiante la humanidad de Cristo, que nos ilumina “cual lámpara divina”, para que intuyamos esa belleza fulgurante que Cristo posee y se revela en humilde manifestación.
Dejemos que estos día de la Navidad se espiritualicen nuestros ojos con este arte de nacimientos y belenes, ya que ellos nos hablan de la auténtica Verdad y Belleza, de lo finito e infinito, que nos viene revelado con el Hijo. Toda la belleza del arrebatamiento espiritual, teológica y dogmática, nos viene como doctrina de la Encarnación que revela la Gloria de Dios, manifestada en el Hijo. Dejemos que nuestros ojos se llenen de la luz celeste que irradia este arte, donde la misma Belleza ha venido a resplandecer en todo su fulgor salvífico, deificando la belleza manifestada en el rostro de Cristo, que actúa y santifica nuestro espíritu.