Desde hace varias décadas algunos
pensadores intentan establecer e implantar una filosofía de lo feo, como
contraposición a la armonía estética y a la bellaza. Desde Víctor Hugo, Eugene
Sue, Charles Baudelaire y otros, se viene filosofando con la intercambiabilidad
de lo bello por lo feo. Doctrina que
después fue adoptada como propia por el “socialismo romántico”, creando seres
de naturaleza monstruosa y a veces de mal gusto, pero con el deseo oculto de
destruir la belleza, reivindicando el derecho de lo feo y situándolo más allá
del bien y del mal moral. Sin escrúpulos de mezclas entre el bien y el mal, lo
bello y lo feo, poniendo sus ojos enfermos
y cuajados de visiones nocturnas pobladas de horror, oponiéndose frontalmente
al milagro de lo bello y lo trascendente, comenzaron su andadura, hoy repleta
de seguidores. Algunos ejemplos de estas criaturas monstruosas los tenemos en “El Cuasimodo de Notre-Dame” de París, el
“Triboulet de Le roi s´amuse”,
ocultando lo bueno y lo bello, para que aparezca la pátina de lo opaco y
repelente.
Desde comienzos del siglo pasado,
cuando definitivamente se elaboraron las teorías filosóficas del primado de lo
feo, quedó como axioma: “una obra de arte es tanto más bella y lograda, cuanto
mayor es la falta de armonía y abunda el caos sobre lo que consigue triunfar”.
A partir de entonces, lo feo dejó de ser inerte y adquirió un poder activo,
peligroso agitador. Peldaño a peldaño, lo feo ha pasado de ser un enemigo
astuto y tenaz, a ser el rey de la vacuidad, del engaño, la mentira y a veces
la vileza, al que sólo se le puede combatir con la verdad de la belleza
armónica, llena de luz, de bondad y de mensaje trascendente.
¿A dónde nos está llevando esta
estética de lo feo? De momento a la confusión, a la pérdida de valores
artísticos, a la destrucción del gusto, a la mentira y el engaño, pero sobre
todo, camuflada en una sofisticada
manipulación de aparente estética, cada vez se va encaramando más en la
cima de lo “satánico”. Su golpe de
muerte es dar un vuelco metódico a todo el orden simbólico de lo religioso,
sagrado o trascendente; burlando o vilipendiando, a ser posible, a todo lo
eclesial, lo celeste o al Dios trinitario. Se descubre, una vez más, que el
mal, lo feo, envidioso de lo bello y lo bueno, cual belleza rebelde capitaneada
por Lucifer, quiere derrocar al San Miguel de la Belleza para constituirse él en dios. Lo
terrible es que ahora, con su ingenua caricatura y su camuflaje de belleza e
inocencia, fascina a muchos que se hermanan
en la playa de la vacuidad placentera.
Toda la Palabra Bíblica, al igual
que la historia, el arte sacro o el religioso en la Iglesia, ha conducido
sabiamente a sus fieles, mediante símbolos de belleza, al conocimiento de la
verdad, la bondad, la fe y la trascendencia. La belleza sublime nos habla y nos
lleva siempre al “Dios vestido de gloria y esplendor” (Sal. 145, 5). De la belleza
interna emana la gracia del cuerpo. La belleza evoca siempre lo celeste y la
trascendencia de Cristo. Desde el primer eco del Génesis hasta la última
palabra del Apocalipsis, la creación entera proclama la belleza de Dios y en
ella gravita el arte subli-me del engranaje cósmico salido de sus manos. “Y vio
Dios que todo era bello y bueno” (Gen.
1, 26).
Y ante esta belleza sublime, se
trata de falsear la realidad, contraponer otra belleza; crear ambientes
deleitosos que confundan, paraísos falsos que desfiguren la realidad, donde se
inocule el virus de la frivolidad sobre
el plasma de lo anormal y enfermizo,
para que nazca la falsa belleza, malsana y errónea,
revestida de mentira y engaño. Con este pilar pernicioso, se falsifica mejor la
historia, la vida, la belleza y la trascendencia. Pero de esta forma, el arte
en su multiforme expresión de belleza puede quedar dañado, pues el granito que
comenzó sin importancia, se ha convirtiendo en tumor cancerígeno que proclama
la muerte.
Tanto lo bello como lo feo, son
categorías serias que nos hablan enfáticamente del bien y del mal. Lo hermoso y
bello nos habla siempre del bien, la bondad y lo celeste; mientras que lo feo y
malo, hablan del infierno, como espacio atroz, cargado de sufrimientos, donde
lo deforme y horroroso abunda, para que el mal sea completo. El arte de belleza
habla de hermosuras y virtudes, de gracias y perfección; mientras que su
opuesto, el feo, lo hace con la vulgaridad, lo chabacano, lo grosero y
repelente. Y mientras que el arte de belleza es grácil, agradable, vital y
esperanzador; el coro de su adversario se muestra lleno de tosquedad,
confusión, es desagradable y con tintes de muerte. En el primero abunda el
respeto y la libertad, mientras que el segundo la esclaviza.
Y a pesar de estas contrariedades
tan opuestas, hay oposición al arte bello, mientras el feo, el mal, lo perverso,
es lo que priva en la sociedad como
energía central de nuestro tiempo. ¿Quién entiende esto? Sólo se entiende desde
la perversión, desde el abandono al que hemos llegado, desde la vanidad de
estar a la última moda. Todo lo cual proclama la ausencia del buen gusto, la
pérdida de sensibilidad, la baja cultura en la que estamos cayendo, como el
poco interés porque brille la verdad, la bondad y la belleza estética...
Basta recorrer algunas galerías
que exhiben ese arte del mal gusto, con objetos visuales de lo más esotérico y
repulsivo. Cuadros descabezados, vacíos de contenido y sin nada, con título que
despista o hace reír. Figuras grotescas, infantiles, enfermizas, de mal gusto,
que enervan. Para qué seguir si en otras artes pasa lo mismo. Por TV. hemos
visto los desfiles de Ferry Mugler, los de Jean Paul Gaulter, los barrocos de
Versace o de Moschino, y lo que parece diabólico y grosero, se acepta como
deleitoso, atractivo y digno de imitar.
Que extraño el que surjan los hinchas
del fútbol compitiendo para ir disfrazados de la forma más disparatada. Y no
digamos del mal gusto de la tele-basura, los brotes nazis o racistas, las
mafias, el arte de la estafa o corrupción, la muerte por encargo, las matanzas
herodianas en los abortos...
Con el dominio de lo feo, del mal,
el mundo entero ha ingresado en la UVI, de la corrupción y el terror. El
dominio del arte de lo feo está destruyendo la vida de la belleza. Ya no se trata de una fragmentación del valor,
sino de un cambio total de valores. Cuando un cuerpo se descompone nos lleva a
la macabra sinécdoque del fin de todas las cosas. Todo está dañado, la cultura,
la política, las creencias, lo comercial, lo terreno y lo trascendente. Porque
todo está reclamando una vuelta a la belleza, ya que el hombre no puede vivir
sin la belleza.
Las fuentes del pasado pueden ser
el bello mosaico a imitar, ya que entonces se pretendió construir un tiempo de
belleza y hermosura, apoyando la vida sobre la armonía estética y el arte. Pues
el arte de nuestro tiempo no puede dejar que la locura diga la última palabra.
No podemos dejar que las piedras angulares fabricadas con esfuerzo y sudor
durante varias civilizaciones, se vean demolidas por modas o filosofías que
encierran perversión, corrupción o
deformación, que llevan a la negación y la muerte.
Los monstruos del Guernica, por más seguidores que tengan, dicen autores autorizados, como Ouspenski, William Congdon, Henrry Moore, entre otros, siempre serán un arte deformado, carente de belleza y sentido espiritual, amasado sin atisbo de aliento mesiánico. Ese arte sólo muestra la realidad mala con gritos sin esperanza. Pero la vida tiene también su belleza. Ese arte es fragmentario, caduco, irreal, sólo se ve el cosmos del revés, en negativo, en túnel oscuro y sin luz, sin la belleza del color, sin trascendencia. Hacer de ese arte un estilo de vida, de estética ideal, es quedarse en una belleza patológica, creadora de monstruos, con rostros anormales, carentes de sentimientos que inviten a la esperanza. Ese arte de Picaso, modelo de lo feo y deforme, podrá tener muchos seguidores que no sepan salir de ahí. Pero siempre será la proclama de la disonancia, como articulación y exigencia de un arte triste, que desconoce la belleza y la esperanza humana. Quedarse ahí, es hacer catarsis con ese viacrucis de lo feo, donde no se vislumbra un horizonte redentor. Sólo la belleza nos salvará, decía Dostoievski. Dios es la suma Belleza y su Belleza es inagotable de formas. Buscadla y viviréis (Amos 5, 4).