En San Francisco de Borja encontramos el ejemplo de la victoria del
hombre frente a los enemigos más poderosos del ser humano: la riqueza, el
poder, la ciencia y la santidad. Poseer
todas estas cosas en una misma persona y lograr la perfección es verdaderamente
difícil. El mismo evangelio, cuando habla de los ricos y las riquezas, suele
usar un leguaje claro y tajante, nada a favor de los que viven esa condición: “Difícilmente
entrará un rico en el reino de los cielos” (Mt. 19, 23). Y Cristo dijo esto por
el poder y dominio que tiene la riqueza en la persona, ya que la endurece el
corazón y obnubila la mente. Hasta se termina abandonando a Dios y adorando las
riquezas. Algo parecido le pasa al poder, que llena de orgullo y soberbia a la
persona, hasta creerse dueño para hacer y deshacer a su antojo. El poder es más
cruel aún, porque cuenta con la fuerza del endiosamiento de creerse dueño hasta
de las vidas humanas. Y en esta misma línea podíamos incluir la sabiduría o la
ciencia, cuando se deja dominar por la vanidad, el orgullo, la soberbia y la
suficiencia. La ciencia sin la humildad, aleja mucho a la persona de la
verdadera sabiduría. Pues San Francisco
de Borja, poseyendo todas estas cosas, las sometió al dominio de su voluntad y
escaló la cumbre de la santidad.
Para conocer algo del santo damos unos datos de su vida resumidos. Nació el 3-X-1510, en Gandía, Valencia. Estudió en Alcalá de Henares y a los 19 años casó con Leonor de Castro, con la que tuvo ocho hijos. A los 29, fue nombrado virrey de Cataluña. En Barcelona conoció a San Pedro del Alcántara, con el que mantuvo una grata correspondencia y fiel amistad, valorando mucho la espiritualidad del alcantarino. Ante los restos mortales de la emperatriz Isabel de Portugal, tomó su famosa decisión: “No servir más a un señor que pudiese morir”. Muerta también su esposa en 1546, en unos ejercicios espirituales de San Ignacio, decidió entrar en la Compañía -1550-, cuando contaba 39 anos, habiendo dejado antes colocados a sus hijos.
Tuvo que pasar por verdaderas pruebas de humildad para hacerse acreedor de su vocación. De virrey pasó a ser ayudante de cocinero, acarreando agua y leña, limpiando la cocina y pidiendo de rodillas perdón a la comunidad por servirla con torpeza. No solo superó estas pruebas, sino que comenzó una práctica de penitencias extraordinarias, hasta reconocer que había mortificado su cuerpo con demasiada severidad, al estilo de San Pedro de Alcántara.
El mismo San Ignacio le nombró Provincial de la Compañía de Jesús en España, dando muestras de gran celo espiritual, distinguiéndose por la oración, los sacramentos y la perfecta obediencia. Fundó multitud de casas y colegios en su generalato. Dado los muchos progresos que realizaba la Compañía por su intervención, se le nombró Superior General de la Compañía -1566-, donde realizó una gran labor, consolidando y dando el gran impulso que necesitaba la Compañía, como igualmente propagando las misiones y la evangelización por todo el mundo, hasta llamarle el segundo fundador de la Compañía.
A pesar de su mucho trabajo, nunca descuidó su vida interior. Y cuando la peste causó estragos en Roma -1566-, él reunió limosnas para asistir a los pobres y envió a sus súbditos a cuidar a los enfermos, luchando contra el contagio de la peste. Su ferviente predicación le convirtió en el gran orador al que acudían multitud de gentes de todas partes, para “ver y oír al santo duque” -1551-, entre ellos se contaba al cardenal Carlos Borromeo –futuro santo- y Ghislieri, futuro Papa Pio V. Tenía una profunda devoción a la Eucaristía y a la Virgen Santísima. Murió el 30-IX-1572, dejando el perfume de santidad por el que se le calificó como: “uno de los hombres más buenos, amables y nobles que ha pisado nuestro mundo”. Fue canonizado por Clemente X en 1671.
Y si este es el perfil de su vida humana con el que llegó a la santidad, le recordamos también como el hombre de ciencia que se interesó por promover todas las artes. En el mundo de la santidad surge la belleza como una consecuencia ineludible de lo que se vive como cercanía y experiencia de Dios. La belleza del orden está en conexión con la belleza espiritual. El arte como cercanía de Dios, incide en el alma como mensura ordenada que regula la razón, inclinándola a la armonía contemplada de todo cuanto nos rodea.
Mucho antes que llegara la conversión a San Francisco de Borja, le había llegado la sensibilidad de la belleza espiritual que hizo cátedra en el interior de sus sentimientos. La ciencia está siempre en íntima relación con el arte, que a su vez, llena nuestro interior de bellas formas sensibles y espirituales, que nos llevan a la idea de lo bello mismo, hacia la belleza de Dios, fuente y causa de toda gracia e invitación a la santidad.
El arte siempre simpatiza con Dios, porque en el arte Dios se revela más bellamente. Si el santo tiene alma de artista, es porque Dios ha infundido en su alma esa belleza de la gracia, que a su vez, se derrama armónicamente en toda la persona, llenándola de justicia, moderación, sabiduría, bondad y humildad. Si sale al exterior, es porque la gracia configura a la persona humana, llenándola de belleza en fiel conexión con la gracia y belleza espiritual interna.
Ante la corrupción del cadáver de la que era el ideal principesco de la belleza humana, el Santo desnuda sus aspiraciones e ideales terrenos para dejar que afloren las bellezas espirituales que nunca mueren. Sólo cuando el Santo abrió su alma a la estética de Dios, la gracia comenzó a dibujar en él maravillas espirituales. Con el arte del espíritu le vinieron los demás dones, que le abrieron al gozo del júbilo interior del espíritu, manifestado con obras que dan testimonio de fe, siendo testigo de la experiencia de Dios que vive interna en el santo.
Estos son los motivos que seducen al artista para plasmarlos en el lienzo en bellas concepciones. El arte ha nacido antes en el espíritu del santo. El artista solo copia lo que el santo ha vivido. Y cuando las ideas son bellas y están bañadas por la hermosura y la armonía de Dios, fácilmente el arte las traduce en símbolos iluminadores que revelan el mundo de lo espiritual, como imagen de belleza de Dios.
Todas las obras que nos llegan de San Francisco de Borja hablan en este sentido: la lucha por la belleza. Alonso Cano, Murillo, Francisco de Rici, Maella, Goya y otros grandes artistas, pintan la belleza de lo espiritual, apoyándose en las imágenes materiales. Es su mensaje de gracia el que nos habla por el santo, el que penetra por nuestros ojos llenándolos de bellezas espirituales, de vivas presencias de Dios que vuelven a actualizarse para nosotros. Este es el arte que nos habla con lenguaje profético de la belleza más sublime que siempre nos seduce, porque estamos hambrientos de la belleza de Dios.
La esencia de Dios es ser sabiduría y belleza y todo el que se acerca a Él irradia esa misma sabiduría y belleza. La cera y el metal imprimen su propio sello en la figura que los acuña; de igual forma, el que deja que Dios se encarne en su vida, traduce su existencia en esos impulsos de belleza y sabiduría, como fusión de actividades en total unión con el que es todo belleza y sabiduría. Es la obra del Artista divino que no deja de armonizar nuestro conjunto, llenando todo nuestro ser de la sabia melodía divina, que resuena en nuestra vida como una dulce sinfonía, jamás oída y llena de sonidos armónicos celestes.
Y es que el santo, seducido por la belleza de Dios ha nacido a la vida nueva. Dios se le manifiesta en su esencia, luz brillante, invisible a los ojos, pero perceptible en su entendimiento y en su corazón. Su pobre inteligencia se llena de la sabiduría de Dios, la que le permite ver lo bueno, lo bello, lo sobrenatural y lo divinamente iluminado por el que es la Luz total. De esta forma, el Santo se vuele espejo que refleja la luz y la belleza de Dios. En realidad, el santo es el que más arte crea porque él mismo se vuelve artista de Dios, que sigue inspirando arte.
Que cada conmemoración de los santos despierte en nosotros el mundo interior de belleza espiritual, que aún sigue dormido en nuestra vida, y es el único que nos puede llenar de felicidad.