viernes, 10 de diciembre de 2010

LA BELLEZA NOS LLEVA A DIOS

El ser humano tiene hambre de belleza, se siente atraído por la belleza, hay en la belleza algo que supera lo humano. El deseo innato del hombre es alcanzar y poseer el bien y la belleza. La belleza es inherente a la criatura humana, porque forma parte de la aspiración teocéntrica que todo humano siente por conseguir la transcendencia, como el perpetuarse y hacer de la vida sacramento de luz y belleza. Y es que la belleza nos penetra hasta la misma existencia, llenando nuestro interior de esa sublime hermosura, como imagen de gracia y  presencia de Dios.

Toda la creación, el cosmos entero, grita ofreciendo y proclamando la belleza infinita que Dios ha puesto en ellos, como prueba de su existencia, en la que resplandece su misma Belleza como atributo de Dios sin límites. El Génesis, como Palabra de Dios, al terminar la creación, abre su pensamiento al diálogo para decirnos: El Señor dejó que su mirada gravitara sobre su obra de arte, de la que quedó satisfecho viendo que todo era muy bello, absolutamente bello (Gn. 1, 31). Es la belleza que a Dios le gusta y que a nosotros nos delita. “Quae visa pacet”, lo que agrada a la vista, dicen los filósofos.

Son muchas las pistas que nos ha dejado  y todas nos llevan a Él. En el símbolo de la belleza, hecho de “poesía sin palabras”, Dios nos dejó impresa la atracción por lo divino. Es su Espíritu, como captación de la belleza, el que nos comunica el esplendor de la santidad, el que nos reviste de la hermosura que nos aproxima a Dios, infundiendo el gozo eterno de lo divino. Ha sido “el dedo de Dios” el que ha dibujado en nuestra mente el infinito deseo de sabiduría y belleza, como estrado que nos eleva hasta Dios. El espacio tenebroso que aún nos separa de Él, sólo la luz de la belleza, como matriz de vida, puede hacerle próximo y luminoso.

Se nos ha dicho, que “no se puede vivir sin la belleza”, como no se puede vivir sin luz. “Que se haga la luz”, “Que la luz de la belleza ilumine las tinieblas” (Gn. 1, 3). Es la primera palabra que Dios pronunció. Pasó una tarde, pasó una mañana y el Todo Belleza se hizo visible en las cosas. Ahora es la Belleza la que nos marca el camino hacía Dios. Si perdemos el sentido de la belleza perdemos a Dios. Es la Belleza la que mejor nos lleva a Dios. Si deseamos la luz y buscamos la belleza, si aspiramos a la sabiduría que ilumina o anhelamos la belleza de santidad, es porque ellas nos conducen hasta Dios. De ahí nuestro anhelo por entrar en esa total comunión de belleza clarificadora;  queremos la belleza divina para estar integrados en la perfección de Dios, en la santidad y belleza divina.

Nada como el arte de la belleza nos muestra las verdades luminosas que nos encaminan hacia la verdadera luz, donde Cristo nos revela la infinita belleza. La belleza que nos revela el arte es la que mejor ilumina nuestro espíritu, trasmite impulsos y sentimientos que nos llevan a Dios. El camino del arte de belleza, es una senda privilegiada y fascinante para acercarse al misterio de Dios. “¿Qué es la belleza –dice San Agustín-,  que escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en su lenguaje, sino el reflejo del resplandor del Verbo eterno hecho carne? Pregunta a la belleza de la tierra o a la del mar, a la del aire dilatado y difuso, o a la misteriosa belleza del cielo; pregunta al sol o la luna, a los peces o a los animales de la tierra… Pregunta, pregunta, que todos te responderán: “Contempla nuestra belleza” La belleza es su respuesta, como reflejo de la Belleza inmutable” (Ser. CCXLI,  PL. 38, 1134).

La belleza de la Palabra es la actitud primordial de la fe. Si no tenéis belleza ni fe, no viviréis (Is. 7, 9).  Levanta los ojos y mira (Is. 49, 18). Pero sólo la belleza de la revelación llegó en la plenitud de Cristo. Oír y ver, ahora se hacen belleza visible. “Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis” (Lc. 10, 23). El ver y oír la belleza del Padre manifestada en Cristo, es una gracia. La importancia de ver la belleza revelada y oír la Palabra que engendra la atracción de la belleza del Padre, es una constante invitación a vivir y poseer la belleza de Dios, revelada en el misterio de Cristo.

La belleza que no viene de Dios no es belleza. Solo Él es la Belleza suprema. Confundir la belleza con falsas imitaciones, es prostituir la belleza. Olvidar o abandonar la belleza clásica que lleva a Dios, ese puede ser nuestro gran pecado, ya que una belleza, sin estímulo a la virtud y muda a la sensibilidad del espíritu, nos aleja de la belleza de Dios. Quizá esa ausencia de la belle-za del arte sea la que esté alejando a los fieles de la Iglesia, o tal vez, la causante de la pérdida de fe, que destruye valores evangélicos, crea ídolos e idolatrías de verdadero paganismo. Sí, dicho-sos los ojos que ven, o se abren a la belleza de Dios, porque ellos contemplarán la gloria de Dios.

La autentica belleza no necesita una definición rigurosa, ella misma manifiesta su verdad y su bondad en la unidad del ser y su transcendencia. La belleza real es evidente, se percibe, se siente, penetra en nuestro interior y se hace experiencia. Lo bello como lo sagrado, se nos manifiesta como algo distinto, como nueva encarnación que busca el trascendente, nos hace intuir la proximidad del misterio divino. Los Santos Padre como los teólogos, percibieron inmediatamente el lenguaje de las formas bellas, ellos intuyeron en la belleza  del arte la luz de la gracia, cual verdad de revelación. Por eso, la belleza del arte se hizo fe en el misterio de Cristo,  sirviendo de nueva iluminación a la teología, como también ofreciendo una belleza visible que facilita la accesibilidad a la trascendencia del misterio, siendo el camino sencillo que llevaba más fácilmente a Dios.

El mismo Benedicto XVI, se siente transportado a un mundo diferente, cuando sus ojos contemplan con fe la belleza del templo de Gaudí. “Esta belleza, dice el Papa, supera la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre la belleza de las cosas de Dios como Belleza, (ya que la obra bella es pura gratuidad que invita a la libertad) …y entre el milagro arquitectónico que muestra el misterio del interior del templo, donde la desnudez de unas formas bellas invitan a la experiencia mística del éxtasis”  (Homilía en la Sda. Familia. 8-XI-2010).   

La belleza cuando está revestida de armonía estética, se hace presencia de Dios, se vuelve para los humanos palabra y canto que traspasa el templo del espíritu. La fuerza espiritual de su mensaje es un grito interior de profundo sentimiento, que traspasa lo humano y eleva hacia el cielo, como viviendo en gozosos espacios místicos, mezclando nuestros sentimientos con los angélicos, en una continua alabanza de gloria.

Entrar en la mística de la belleza es entrar en el mundo de Dios, el mundo del espíritu, donde predomina y todo se hace sinfonía de luz y belleza. La mística de la noche se recrea en espacios liberadores, sin componentes espaciales, donde se adivina la total plenitud del gozo revestido de infinita belleza. El ojo de la belleza transforma las cosas para contemplarlas en similitud con la belleza divina, donde todo es loable y admirable, pero más loable porque nos introduce en la belleza celeste. El que siente y vive la belleza espiritual, entra en ese mundo vivificante de la luz y la gracia. Su cuerpo-espíritu, entra en vivencia de “segunda luz”, reflejo puro de la belleza que le envuelve. “La luminosidad de los cuerpos de los santos se hace normativa: <Vosotros sois la luz del mundo>,  la aureola del icono así lo expresa. Es la humanidad deificada en Cristo” (S. Gregorio de Palamas, Hom. 16. PG).

Toda belleza exterior nos lleva siempre a sentir la belleza interior. Necesitamos una cura de belleza para volver a sentir y gustar la belleza de Dios, la que llena nuestros espacios vacios de valores espirituales y nos hace ver la vida en esa generadora dimensión belleza.

domingo, 5 de diciembre de 2010

LA BELLEZA DESHUMANIZADA

Uno de los atributos de Dios más perceptibles para el hombre es la belleza. La belleza de Dios resplandece visiblemente en todo el universo. “El cielo y la tierra proclaman la belleza de Dios” (Sal. 18, 1). Es más, el salmista proclama a “Dios revestido de belleza con la manifestación del esplendor de la luz, como gloria de su manto” (Sal. 103, 1). El mundo está hecho a imagen de Dios y el hombre a imagen del mundo, dicen  los antiguos filósofos.

Pero nuestro mundo aún estaba en el advenimiento de lo más bello. Sólo desde que Dios se reveló en el Verbo Encarnado, nuestro mundo se llenó de la presencia de su belleza. Y nuestra tierra se inundó de santa Belleza, como morada de su gloria. Con su encarnación, Cristo hizo que el Reino contemplado fuera un reino de belleza para Dios. Desde entonces, su espíritu de Belleza aletea sobre nuestra tierra y comunica el esplendor de la santidad. Esta imagen de alianza con el hombre, se ha convertido en teofanía constante de belleza, de luz y de verdad reveladoras para el humano.

Esta es la belleza que siempre ha brillado en la Iglesia instituida por Cristo, como signo de la presencia del Reino de Dios. Es la belleza de la presencia y de la Palabra revelada, donde brilla la Luz y la Verdad anunciadas por el Evangelio, como norma del Reino contemplado en la Belleza del Padre, y vivido en la presencia del Espíritu de la Belleza, que es el que comunica y llena a toda la Iglesia del esplendor de la santidad.

La misión de esta Iglesia a lo largo de los siglos es: “que todos lleguen al conocimiento de la verdad y la belleza de santidad” (I. Tim. 2, 4). Belleza y santidad que ha perdurado a lo largo del tiempo, a pesar de las terribles persecuciones y falsas revoluciones. La Iglesia siempre ha sido solidaria con el hombre y le ha ofrecido caminos de belleza cultural. Esta verdad la comparten tanto los filósofos y teólogos, como los historiadores, los literatos, los escultores y artistas, al igual que todos los hombre de ciencia, quienes  llegaron a afirmar “que la humanidad puede vivir sin el pan y sin la ciencia, pero no podría vivir sin la belleza, porque cuando falta ésta se desea morir”.

Todo el misterio está aquí, como aquí está el secreto de la historia. La belleza del arte es la que comunica la alegría de vivir, la que inspira a la ciencia y abre caminos de esperanza. La belleza es la que invita y conmueve al hombre hacia su destino último. La Iglesia ha buscado en esta belleza epifanías que invitan a la cultura, humanizando la vida y cultivando la belleza como esencia de nuestra existencia. Ahí están, por ejemplo, la belleza de las catedrales, como empuje ascensional de oración y llenas de luminosidad, que muestran una síntesis de fe y arte, fascinantes de belleza, hablando con lenguaje universal y en perenne comunión humanizadora del hombre, como uno de los mayores logros de la civilización humana.

Nadie como la Iglesia ha colaborado para construir un mundo en el que se cultive el buen gusto por el arte, la armonía y la belleza, que son caminos que reflejan el esplendor y hermosura de Cristo, el Hijo de Dios encarnado que perfecciona la humanidad. Ella mediante el Evangelio liberador, como a través de imágenes y símbolos, ha comunicado un testimonio de belleza que  llevó al hombre a vivir un humanismo lleno de esperanza, como aspiración de la perfección humana,  del que brotaron innumerables obras maestras de arte. “El arte servía a la vida y la vida al arte como nunca había sucedido antes” (Johan Huizinga. El otoño de la Edad Media. Alianza. Madrid 1996).

Fue aquel tiempo el que más se progresó en la cultura, en el arte, en las ciencias del saber y la búsqueda de la belleza. Los hombres entonces, tenían por ideal, el embellecerlo todo para hacer de la vida una obra de arte no sólo agradable, sino un constante estímulo de superación para las futuras generaciones, para que se llegara a la mayor altura espiritualidad y belleza humana, hasta lograr la plena humanización del hombre.

Sin embargo, este sentido bello de la vida y el arte orientado desde la Iglesia, se vio perturbado desde el momento en que el arte comenzó a politizarse, dándole un sentido de proyección política, con miras sociopolíticas suaves al principio, pero impositivas después, dando lugar a la especulación y negocio del arte, donde había marcados intereses de arrebatar a la Iglesia el ideal espiritual de belleza, al tiempo que se abrían caminos que transformarían la sociedad, no inmediatamente, sino suave y progresivamente. Se ofreció fama y economía, formas fáciles de seducir al artista que no intuyó ni causas ni consecuencias. Pensemos en algunas obras de arte como las de Hogarth, Goya, Delacroix, Grosz, Dix, Keckman, Diego Rivera, Picasso... entre otras, donde se ve una clara  finalidad sociopolítica muy influyente en la sociedad.   

Tal vez, las diversas guerras  cargadas de ambición y de poder, hayan propiciado la aceleración de acontecimientos, pero lo cierto es que desde entonces se comenzó un proceso progresivo y emancipador del arte, difícilmente calculable en sus efectos, pero transformador de la belleza y sociedad, abriendo la puerta a lo trivial, lo efímero, lo vulgar, lo descuidado y de mal gusto, como a lo feo y lo absurdo. Quizá la intención oculta sea el perder el sentido de la inmanencia, haciendo que la belleza espiritual de la transcendencia quede soslayada, cuando no olvidada o burlada.

Son muchos los que hoy se preguntan sobre el sentido humano y espiritual de nuestro arte, tan deshumanizado y alejado de la realidad. La respuesta, nada positiva, es que al perderse el sentido de la belleza, nos hallamos en una crisis de valores con desorientación incalculable, en la que se pretende marginar el sentido religioso de la vida, cambiándole por el talante panteísta, ateo o nihilista, abriendo las puertas del sensualismo, del partidismo, del todo vale, de mitos astrológicos o absurdos modernismos, con todas las sectas de los “ismos”, en las que pretenden hacernos creer, que el destino de la persona debe ser manejado y conducido al goce terreno, porque hay que acabar con lo que ellos dicen “tabús religiosos” –entiéndase la Iglesia- que tiene la misión edificante, redentora y reconciliadora, de redimir la vida con obras de belleza humanizadora, llenándola de valores éticos, morales y espirituales.

El resultado es un alarmante descenso del nivel cultural, moral y estético, en el arte y la cultura de  nuestro tiempo, donde reina el desorden contra la belleza en todos los campos, al tiempo que prolifera el desapego por la lucha de la verdad y el bien, el desprecio y el olvido de lo religioso, cuando no, el odio burlesco, el vilipendio o el ultraje. Se manipula la historia, la vida, el arte, los sentimientos, se degrada a la persona y se ofrecen todos los paraísos del placer sensual, con propensión a la vida licenciosa, a la libertad del abuso, a la histeria colectiva. Se sustituye la vida de la iglesia por el ritual del botellón; al profeta de la Palabra por el cantante-ídolo de masas; la asistencia a los actos religiosos por la hinchada y fans del deporte; la vigilia de maitines por el club nocturno; las peregrinaciones por la movida bacanal; se margina el saber y buena educación y se hace alarde de lo absurdo y lo chabacano como original y moderno.

Este es el resultado al que nos está conduce esta deshumanización de la belleza de nuestro tiempo. Un tiempo calamitoso en el que se comprueba una vez más que sin  la belleza no podemos vivir honestamente, ni aspirar a la dignidad de la persona. Necesitamos una catarsis urgente, un volver la espalda a esta deshumanización y comenzar a caminar por las sendas de la belleza. Toda conversión es dolorosa, pero rejuvenecedora. La belleza nos hiere, pero nos abre los ojos. Tal vez su sacudida nos obligue a salir de nosotros, nos arranque la pereza y la desidia del abandono en que hemos caído. Su dardo puede ser el que encienda nuestros deseos de búsqueda de belleza que humanice de nuevo nuestro tiempo. Que incida en las cataratas que nos impiden ver lo bueno, lo bello y lo verdadero. Que nos zarandee hasta despertarnos del olvido del Dios Encarnado, por quien el mundo recuperó la belleza humanizadora y salvadora.

Sin duda ninguna, la belleza es la que mejor humaniza la vida y da un sentido estético a nuestra existencia. “La filosofía, dice Unamuno, es el sentimiento trágico de la vida”. Y siguiendo este mismo pensamiento, podemos decir también, que la belleza humanística de nuestra vida, da sentido estético a toda nuestra existencia elevándola de categoría.  Ya en el siglo IV Dionisio el Areopagita escribió, que “el bien es alabado por lo bello”. Y Santo Tomás de Aquino afirma, que “la belleza y la bondad son lo mismo”. Volver a la belleza es volver a la verdad, a lo bueno, al bien; elevar nuestra condición humana; hacer la vida digna, agradable y verdaderamente bella.

Si reclamamos la humanización de la belleza, es porque pedimos una pronta recuperación de la dignidad de la persona y que la arquitectura, la escultura, la pintura, la música y la poesía de nuestro tiempo, colaboren para iluminar la vida del hombre llenándola de belleza auténtica, de esa aureola  de belleza imborrable que rodea la estrella luminosa de la verdad. “La vida es la luz de los hombres. Y el Verbo era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn. 1, 9).

“El que no renace no puede ver el Reino de Dios. El que obra el mal, aborrece la luz y no quiere ver la luz. Pero el que obra la verdad, está en la luz de la belleza. (Jn. 4, 1-22).