Toda la creación, el cosmos entero, grita ofreciendo y proclamando la belleza infinita que Dios ha puesto en ellos, como prueba de su existencia, en la que resplandece su misma Belleza como atributo de Dios sin límites. El Génesis, como Palabra de Dios, al terminar la creación, abre su pensamiento al diálogo para decirnos: El Señor dejó que su mirada gravitara sobre su obra de arte, de la que quedó satisfecho viendo que todo era muy bello, absolutamente bello (Gn. 1, 31). Es la belleza que a Dios le gusta y que a nosotros nos delita. “Quae visa pacet”, lo que agrada a la vista, dicen los filósofos.
Son muchas las pistas que nos ha dejado y todas nos llevan a Él. En el símbolo de la belleza, hecho de “poesía sin palabras”, Dios nos dejó impresa la atracción por lo divino. Es su Espíritu, como captación de la belleza, el que nos comunica el esplendor de la santidad, el que nos reviste de la hermosura que nos aproxima a Dios, infundiendo el gozo eterno de lo divino. Ha sido “el dedo de Dios” el que ha dibujado en nuestra mente el infinito deseo de sabiduría y belleza, como estrado que nos eleva hasta Dios. El espacio tenebroso que aún nos separa de Él, sólo la luz de la belleza, como matriz de vida, puede hacerle próximo y luminoso.
Se nos ha dicho, que “no se puede vivir sin la belleza”, como no se puede vivir sin luz. “Que se haga la luz”, “Que la luz de la belleza ilumine las tinieblas” (Gn. 1, 3). Es la primera palabra que Dios pronunció. Pasó una tarde, pasó una mañana y el Todo Belleza se hizo visible en las cosas. Ahora es la Belleza la que nos marca el camino hacía Dios. Si perdemos el sentido de la belleza perdemos a Dios. Es la Belleza la que mejor nos lleva a Dios. Si deseamos la luz y buscamos la belleza, si aspiramos a la sabiduría que ilumina o anhelamos la belleza de santidad, es porque ellas nos conducen hasta Dios. De ahí nuestro anhelo por entrar en esa total comunión de belleza clarificadora; queremos la belleza divina para estar integrados en la perfección de Dios, en la santidad y belleza divina.
Nada como el arte de la belleza nos muestra las verdades luminosas que nos encaminan hacia la verdadera luz, donde Cristo nos revela la infinita belleza. La belleza que nos revela el arte es la que mejor ilumina nuestro espíritu, trasmite impulsos y sentimientos que nos llevan a Dios. El camino del arte de belleza, es una senda privilegiada y fascinante para acercarse al misterio de Dios. “¿Qué es la belleza –dice San Agustín-, que escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en su lenguaje, sino el reflejo del resplandor del Verbo eterno hecho carne? Pregunta a la belleza de la tierra o a la del mar, a la del aire dilatado y difuso, o a la misteriosa belleza del cielo; pregunta al sol o la luna, a los peces o a los animales de la tierra… Pregunta, pregunta, que todos te responderán: “Contempla nuestra belleza” La belleza es su respuesta, como reflejo de la Belleza inmutable” (Ser. CCXLI, PL. 38, 1134).
La belleza de la Palabra es la actitud primordial de la fe. Si no tenéis belleza ni fe, no viviréis (Is. 7, 9). Levanta los ojos y mira (Is. 49, 18). Pero sólo la belleza de la revelación llegó en la plenitud de Cristo. Oír y ver, ahora se hacen belleza visible. “Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis” (Lc. 10, 23). El ver y oír la belleza del Padre manifestada en Cristo, es una gracia. La importancia de ver la belleza revelada y oír la Palabra que engendra la atracción de la belleza del Padre, es una constante invitación a vivir y poseer la belleza de Dios, revelada en el misterio de Cristo.
La belleza que no viene de Dios no es belleza. Solo Él es la Belleza suprema. Confundir la belleza con falsas imitaciones, es prostituir la belleza. Olvidar o abandonar la belleza clásica que lleva a Dios, ese puede ser nuestro gran pecado, ya que una belleza, sin estímulo a la virtud y muda a la sensibilidad del espíritu, nos aleja de la belleza de Dios. Quizá esa ausencia de la belle-za del arte sea la que esté alejando a los fieles de la Iglesia, o tal vez, la causante de la pérdida de fe, que destruye valores evangélicos, crea ídolos e idolatrías de verdadero paganismo. Sí, dicho-sos los ojos que ven, o se abren a la belleza de Dios, porque ellos contemplarán la gloria de Dios.
La autentica belleza no necesita una definición rigurosa, ella misma manifiesta su verdad y su bondad en la unidad del ser y su transcendencia. La belleza real es evidente, se percibe, se siente, penetra en nuestro interior y se hace experiencia. Lo bello como lo sagrado, se nos manifiesta como algo distinto, como nueva encarnación que busca el trascendente, nos hace intuir la proximidad del misterio divino. Los Santos Padre como los teólogos, percibieron inmediatamente el lenguaje de las formas bellas, ellos intuyeron en la belleza del arte la luz de la gracia, cual verdad de revelación. Por eso, la belleza del arte se hizo fe en el misterio de Cristo, sirviendo de nueva iluminación a la teología, como también ofreciendo una belleza visible que facilita la accesibilidad a la trascendencia del misterio, siendo el camino sencillo que llevaba más fácilmente a Dios.
El mismo Benedicto XVI, se siente transportado a un mundo diferente, cuando sus ojos contemplan con fe la belleza del templo de Gaudí. “Esta belleza, dice el Papa, supera la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre la belleza de las cosas de Dios como Belleza, (ya que la obra bella es pura gratuidad que invita a la libertad) …y entre el milagro arquitectónico que muestra el misterio del interior del templo, donde la desnudez de unas formas bellas invitan a la experiencia mística del éxtasis” (Homilía en la Sda. Familia. 8-XI-2010).
La belleza cuando está revestida de armonía estética, se hace presencia de Dios, se vuelve para los humanos palabra y canto que traspasa el templo del espíritu. La fuerza espiritual de su mensaje es un grito interior de profundo sentimiento, que traspasa lo humano y eleva hacia el cielo, como viviendo en gozosos espacios místicos, mezclando nuestros sentimientos con los angélicos, en una continua alabanza de gloria.
Entrar en la mística de la belleza es entrar en el mundo de Dios, el mundo del espíritu, donde predomina y todo se hace sinfonía de luz y belleza. La mística de la noche se recrea en espacios liberadores, sin componentes espaciales, donde se adivina la total plenitud del gozo revestido de infinita belleza. El ojo de la belleza transforma las cosas para contemplarlas en similitud con la belleza divina, donde todo es loable y admirable, pero más loable porque nos introduce en la belleza celeste. El que siente y vive la belleza espiritual, entra en ese mundo vivificante de la luz y la gracia. Su cuerpo-espíritu, entra en vivencia de “segunda luz”, reflejo puro de la belleza que le envuelve. “La luminosidad de los cuerpos de los santos se hace normativa: <Vosotros sois la luz del mundo>, la aureola del icono así lo expresa. Es la humanidad deificada en Cristo” (S. Gregorio de Palamas, Hom. 16. PG).
Toda belleza exterior nos lleva siempre a sentir la belleza interior. Necesitamos una cura de belleza para volver a sentir y gustar la belleza de Dios, la que llena nuestros espacios vacios de valores espirituales y nos hace ver la vida en esa generadora dimensión belleza.