La santidad de vida ha sido siempre el fundamento e ideal de la vida cristiana. La santidad está inscrita en la misma estructura de la persona, porque está abierta a Dios que le desborda con el amor más grande y perfecto que puede imaginar. El santo, unido a Dios, fuente de unidad y de luz, proyecta su ideal de santidad sobre la misma esencia de perfección divina. La santidad está basada en la inhabitación del Espíritu, cuya presencia diviniza la vida del ser humano. Ser santo es estar unido a Cristo, participar de su gracia, de su don divino, de todo lo santo y sagrado que hay en Él.
El Papa Benedicto XVI, ha tomado el tema de la santidad como una de las catequesis más importantes para hablar a los creyentes de hoy. Él mismo, queriendo profundizar y vivir la auténtica santidad, en sus últimos ejercicios espirituales, del 13 al 19 de marzo, ha experimentado esta belleza de los santos en unos días espirituales dirigidos por el carmelita francés François-Marie Léthel, centrándolos en reflexiones sobre la temática: “La luz de Cristo en el corazón de la Iglesia: los Santos”.
Los santos son los grandes testigos de la santidad de la Iglesia, sus obras reflejan y expresan la luz y la belleza de Cristo. En ellos la Palabra se hace luz iluminadora y milagro de fecundidad virginal que coopera con la fuerza configuradora de Cristo. El Evangelio actúa con viva fuerza en ellos hasta engendrar la vida nueva, vida que opera la salvación, la gracia, la santidad que les eleva al estado de lo divino.
Esta belleza de santidad ha sido para Benedicto XVI el centro de sus meditaciones para vivir y descubrir mejor la belleza de Dios en ellos. Tal vez esta ha sido la mejor preparación para pedir la gracia divina para que ésta le asista en la proclama de beatificación de su antecesor Juan Pablo II.
El día 1-5-2011, ha quedado en la historia de la Iglesia como uno de los días apoteósicos, en los que el mismo Benedicto XVI, efectuó la beatificación de Juan Pablo II, con una representación de más de 500 Obispos y Cardenales, apoyados por varios miles de sacerdotes y clero, con más de 87 delegaciones, participando cinco casas reales y sus príncipes, 18 jefes de Estado, así como un gran número de representaciones de los diversos Estados, con una masiva afluencia de fieles venida de todas las partes del mundo (Se habla de más de un millón de fieles los que han acudido a la beatificación).
Juan Pablo II es el hombre y el Papa que ha pasado por el sufrimiento, la persecución y el atentado de muerte en su propia persona. Pero él, fiel a su fe e imitando a Cristo, no sólo les perdonó, sino que rogó al Padre por todos. Juan Pablo II no sólo ha demostrado ser un gran líder mundial que ha trabajado por establecer la paz social, la cultura, el bienestar, la ética y la moral, como ejes fundamentales para el progreso del mundo, sino que ha dirigido a la Iglesia con verdadero empeño de renovarla, ofreciendo doctrinas teológicas que actualizan la fe de la Iglesia, luchando con gran empeño por una vuelta a la belleza artística y espiritual, haciendo que la juventud resucite al protagonismo de una vida nueva marcada por el Evangelio de Cristo. Justo es que se le reconozca su labor espiritual ya que ha vivido en perfección y santidad.
Nada de extraño que los humildes de la fe del mundo acudan personalmente en magno acontecimiento, para ser testigos pacíficos que proclaman la obra santa de un hombre de paz que ha gastado su vida edificando el Reino de Dios; predicando el orden, la concordia, el bienestar, la paz, el amor y la doctrina evangélica de Cristo, como medios para construir un mundo mejor. Nadie ha trabajado ni ha hecho tanto como los santos por el bienestar de la sociedad. Ellos son los verdaderos sembradores de la paz y el orden del mundo, los que llenan nuestra sociedad de valores y crean culturas de bienestar. Ellos lo han hecho todo sin egoísmos ni prebendas humanas, sin engaños ni falsas promesas. Su deseo es llenar al mudo de valores salvíficos, de crear el verdadero Reino de Dios, donde brille la paz y la justicia verdadera, el amor y la santidad que liberan y salvan, llenando de gozo y felicidad a la persona.
Aclarando el concepto de santidad, algunos teólogos explicaban a los opositores del nuevo beato, que “el santo como todo mortal, a excepción de la Santísima Virgen, ha nacido manchado por el pecado que le condiciona hasta la muerte. Esto hace que no todos sus actos sean santos, ya que nadie sostiene que todos los actos del santo hayan sido santos. Al beato no se le eleva a los altares por no tener defectos, sino a pesar de ellos. La beatificación no nos obliga a afirmar que todo lo hizo bien y perfecto, sólo Dios es perfecto. Pensar de otra forma es un procedimiento anacrónico y sectario de los que se oponen a que sea elevado a los altares”. (La Gaceta. Beatificación de Juan Pablo II. Amar al Papa). Tal vez esto aclare los conceptos erróneos que a veces se tienen sobre la perfección de los santos.
Los santos son el mejor ejemplo de perfección cristiana, son los verdaderos teólogos y conocedores de Dios, los que con más fidelidad reflejan la belleza espiritual comunicada por Cristo en el Evangelio. La luz de la fe reflejada y proyectada en sus vidas nos permite contemplar la belleza espiritual como gloria y esplendor de Dios. Nadie como ellos ha vivido la verdadera sabiduría que expresa la verdad y la belleza de lo sagrado y lo sublime manifestado por Dios. La experiencia de Dios que ellos nos trasmiten está en la línea de lo sacramental. Para el pueblo cristiano, los santos nos revelan la verdad y la belleza del misterio de Dios, manifestada e iluminada por la irradiación de Cristo. Su predicación y su testimonio de vida, es el que cala en los humanos y el que más necesita hoy nuestro mundo.
jueves, 19 de mayo de 2011
miércoles, 26 de enero de 2011
RECUPERAR EL ARTE SACRO
La aurora de un nuevo amanecer de la belleza, lucha
denodadamente frente a las tinieblas que nos envuelven de un arte en decadencia
que se prolonga en demasía. El arte sacro en la Iglesia quiere volver a tomar
el mando frente a la cultura laica, que ha pretendido sustituir la imagen sagrada por iconos ausentes de
belleza y de fe religiosa. El afán de los que pretenden sustituir la imagen
sagrada por la densa materia que anula la transcendencia espiritual, ahora se sienten incómodos porque los fieles buscan
y reclaman de nuevo lo sagrado del arte, no sólo en la trascendencia de la mente y el
espíritu, sino también en la belleza tangible que sensibiliza el alma y la
persona.
En la medida en que nos abramos a la verdad sentiremos el hambre por el verdadero arte sacro, que conecta nuestro mundo con el espíritu. Uno de los padres griegos, San Máximo, habla de un cierto carisma artístico que nos introduce en la belleza de la verdad: “el fuego del amor divino y el estallido fulgurante de su belleza, en el interior de cada cosa, nos hará ver la verdad” (PG. 91, 1148). Necesitamos mucha gracia ocular que capacite la visión de nuestra pobre belleza. Tal vez el arte sacro nos capacite para entrar en el misterio de ese mundo transfigurado por la belleza. Que la estética de lo sacro se haga servicio del espíritu que ilumine el núcleo espiritual de la verdad.
La Iglesia
necesita recuperar cuanto antes este sentido de lo sagrado. El arte moderno
eliminó fácilmente la belleza evocadora de lo sagrado, prefiriendo un arte
seudo-religioso como creación de formas. No toda la culpa reside en el artista,
sino también en la falta de formación artística del clero, la poca sensibilidad
y el escaso interés teológico por informar a los artistas sobre las verdades de
fe y temas sagrados a expresar. A un artista no le basta el estilo personal. Entrar
en el arte sacro, sin formación y sin fe, por muy buen artista que sea, nunca
intuirá la fruición contemplativa de la mística cristiana ni el pasmo del espíritu.
De esta forma, la Iglesia al no participar en la creación con el artista, al
dejarle sólo, éste nos ha ofrecido un lenguaje estentóreo, vacío de teología y
carente de lo sagrado.
Volver a lo
sagrado es lo propio de la Iglesia. Educar en la belleza del arte para que se
encarne de nuevo la estética religiosa, unida al sentido espiritual y
trascendente. Que el arte religioso nos devuelva la garantía de la presencia de
Dios,
que
ilumina de belleza toda la Iglesia y la de nuestro mundo. Queremos que el arte
sacro se vuelva camino seguro que nos lleva a la excelencia de Dios, donde
abunda la verdad, la bondad y la belleza, tan necesarias para el verdadero
progreso humanitario. Estamos hastiados de imágenes sensuales sin ética y
vacías de contenido. Quizás el arte sacro nos devuelva la escala de valores, no
sólo espirituales y eclesiales, sino también los éticos, sociales, familiares,
humanos y cívicos.
Es tan
importante esta vuelta, que volver a lo sagrado es volver a Dios, hacer que la
vida tenga sentido y se abandone el camino ciego de lo absurdo. En la
literatura bíblica la vuelta a lo sagrado era la vuelta a lo santo, que sólo es atribuible a
Dios, porque sólo en Dios está lo bueno y lo santo (1 Sam. 2, 2). Y en la vida
de la Iglesia, lo sagrado se centra en el culto, donde se proclama el amor a
Dios y la plenitud de Cristo, como centro de valores salvíficos y realidades
sagradas. Si el arte sagrado nos evoca a Dios, es porque Dios en las imágenes
santas nos está buscando a nosotros. Es una perspectiva de búsqueda que nos
sitúa en el umbral de lo sagrado. Nuestro reto es construir un arte que
eternice lo sagrado.
El arte en la
Iglesia tiene que volver a tomar el sentido evangélico de comunicar la belleza sagrada
de Dios. Juan Pablo II decía que “el arte tiene que iniciar una nueva evangelización”
Que las obras artísticas tomen carácter religioso de anuncio de buena nueva; de
mirada espiritual con fuerza sagrada y poder misterioso, que confieran la
profunda trascendencia que nos revela su epifanía. Queremos un arte impregnado
de valor teofánico que nos ayude a ver mejor al que es totalmente “Otro”, que
llene nuestra mente de esa belleza sacra, que habla desde la transparencia con
la luz del nuevo resplandor.
El arte de hoy
necesita urgentemente oír otra voz más pura, una palabra más limpia que tenga
ojos de fe, con fundamentos en la verdad sagrada, que nos trasmita apoyos de
sublime servicio. “La verdad es la que nos hará libres”, como la belleza
cambiará nuestra estética. La realidad sacra puede que tenga sentido de
misterio impenetrable para el que no vive la dimensión de la fe, pero para los
que han dado el paso en busca de la verdad, o regeneran la belleza de su fe con
la vida y evangelio de Cristo, o agonizarán tristemente de inanición aplastados
por un subjetivismo sentimental y caprichoso.
En esta
búsqueda de autenticidad espiritual, el espacio redimido por la belleza, se
dilatará en el infinito de lo sagrado,
dando en la Iglesia al verdadero arte, el sentido escatológico que no sólo
educa sino que puede disfrutarse
recreando las formas inherentes que unifican la verdad con la estética,
estableciendo así una penetrante teología de la belleza que nos permite elevarnos
a Dios y participar de su propia hermosura.
En la medida en que nos abramos a la verdad sentiremos el hambre por el verdadero arte sacro, que conecta nuestro mundo con el espíritu. Uno de los padres griegos, San Máximo, habla de un cierto carisma artístico que nos introduce en la belleza de la verdad: “el fuego del amor divino y el estallido fulgurante de su belleza, en el interior de cada cosa, nos hará ver la verdad” (PG. 91, 1148). Necesitamos mucha gracia ocular que capacite la visión de nuestra pobre belleza. Tal vez el arte sacro nos capacite para entrar en el misterio de ese mundo transfigurado por la belleza. Que la estética de lo sacro se haga servicio del espíritu que ilumine el núcleo espiritual de la verdad.
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