domingo, 13 de diciembre de 2009

EL ARTE DE DIOS EN LA BELLEZA DEL ALMA

Hablar o pintar el alma es entrar dentro de lo espiritual, de lo intangible e invisible. También nuestros pensamientos son invisibles e intangibles, pero se hacen manifiestos al hablar, aunque a su vez la voz también sea invisible, pero el oído nos lo hace perceptible en nuestro interior, pasando así, de lo invisible a lo sensible y visible, haciendo posible que nuestro espíritu conozca los pensamientos y sentimientos de lo que es invisible e intangible. Y siguiendo este mismo razonamiento, el alma que es invisible y espiritual, se manifiesta en nuestro exterior a través de sentimientos, expresiones, movimientos y actitudes corporales, abriéndonos al conocimiento de lo invisible mediante lo visible.

No obstante, reconocemos que retratar el alma como retratar a Dios, es imposible representarlos adecuadamente, ya que pintar lo que no tiene forma visible, es pintar lo que carece de imagen y color. Pero Dios se nos ha revelado encarnado en la persona de su Hijo.  Dios se hizo hombre en Cristo y en su imagen vemos visiblemente el icono del que forma parte del Dios invisible. Y partiendo de aquí, la Iglesia hace objeto primordial de la pintura cristiana a Cristo, el hijo de María, al que el Evangelio nos  presenta lleno de gracia y fuerza espiritual, cual taumaturgo que cura enfermos, resucitando muertos, lleno de luz celeste en el Tabor, como también resucitado y ascendido a los cielos, pletórico de vida y esplendor en su nueva existencia.

Este es el punto del que queremos partir: por medio de las obras artísticas, sensibles y visibles, ascender a la contemplación de lo invisible y espiritual. Esto nos invita a dar otro paso más, para llegar a ver corporalmente mediante expresiones y símbolos, la santidad de la persona. El arte tiene ese poder mistagógico de revelar mediante formas la realidad santa, no en sí misma, sino de manera misteriosa, como en un espejo en el que vemos la imagen visible, no tangible, reflejo y semejanza de la imagen real de la persona, aunque la figura de nuestra tosca naturaleza diste mucho de la belleza y perfección espiritual del alma.

De ahí la gran importancia que tiene en la vida espiritual, el que el hombre sepa armonizar las bellas cualidades y virtudes de su alma con los hermosos rasgos de su interioridad y exterioridad, para llegar a configurarse con la viva imagen del alma santa, creada por Dios, la que constituye el espectáculo más bello que admirar se pueda. Después vendrá el arte y nos ofrecerá ese instante místico lleno de espiritualidad. Sólo quien contempla en la belleza la medida eterna, puede gozar mesurada y bellamente esa presencia de lo divino. El arte se constituye aquí en el heraldo de gran sabiduría, en el músico virtuoso y creador de armonía, pues a través de su sabiduría artística y llena de color, nos ofrece la armonía más bella y elevada, transformada en arte de belleza espiritual.

El verdadero retrato del hombre es la obra maestra del divino y eterno artista. Reflejar el hombre interno en la viva imagen de Dios, donde el puro espíritu se hace visible en la estatua que representa al hombre, hecho imagen de Dios viviente entre los humanos, es el buen trabajo  del artista.  El  retrato de belleza espiritual tiene que trasmitir destellos del hombre transido de espíritu y aflorando en su naturaleza la presencia de lo invisible. Hacer que la gracia corporal se haga auténtica gracia del espíritu y surja el hombre verdadero, oculto en el interior que se revela al exterior, animado por el principio vital de la belleza que vive en el alma, donde  el hombre se hace todo pneuma  habitado por la gracia divina.

En los modelos de los grandes maestros de la pintura, se nos muestra al santo en total semejanza  con Dios, sellada en su faz e imprimiendo gestos de belleza divina que viven en su interior y sólo él sabe vivirlos en esa contemplación de lo celeste. Así, cuando pintan la cabeza, como esfera celeste, irradian la belleza perfecta de la gracia. Y en sus ojos pneumatizados se manifiestan todos los matices de la vida espiritual, en contínuo diálogo con el trascendente que sólo él sabe intuir en éxtasis de belleza. La boca arqueada, como iris de multicolor belleza,  actúa como miembro del logos que encarna pensamientos de intenso amor en indecible dulzura. Pocas veces se pinta el corazón, pero su cuerpo late enfervorizado a impulsos de de amor espiritual. Las delicadas y artísticas manos, hablan por sí mismas como símbolos estigmatizados en permanente donación. Todos los miembros se muestran en nobleza y perfección, en armonía y belleza, como corresponde a tal dignidad, haciéndonos ver el sentido del hombre nuevo que vive ya en la dimensión  de lo celeste. Estos retratos de belleza que trasmiten paz, no sólo dialogan  con el espectador, le conmueven en su interior, llevándole a la oración y contemplación, sino que hacen sentir la belleza del espíritu y crean momentos doxológicos de unión con el trascendente.

Sólo el hombre es el único ser viviente que de las formas externas y sensibles puede concebir la armonía, la gracia y belleza espiritual; como es el único capaz de contemplar y admirar la belleza exterior, llenarla de luz y color, recreándola con capacidad para elevarnos hasta el conocimiento de lo divino. Sólo los que tienen ojos sabios distinguen esas matizaciones sutiles y espirituales que el artista ofrece a la contemplación. Como sólo los ojos de bondad perciben en su interior la fuerza expresiva de la imagen espiritualizada. Hoy se precisa urgentemente purificar nuestros ojos para ver en el arte de Dios la belleza del alma, con frecuencia ausente en el arte actual. El cristal opaco de un arte deforme nos impide que “el ojo del espíritu” pueda disfrutar y contemplar  estéticamente ese arte sublime cuasi de naturaleza divina.

Nunca debió alejarse la Iglesia de este arte. Pues en la medida que se dejó seducir por los modernismos inexpresivos, presentando figuras con enrarecido hieratismo, frías, a veces vacías y sin contenido, donde las imágenes distorsionadas presentan una realidad deformada, inerte de espíritu, con escaso mensaje espiritual, más bien pieza exóticas de museo que de iglesia, sin aleteo de presencia numinosa del espíritu, donde la indiferencia se adueña sin provocarnos plegarias y deseos de unión espiritual. Este arte aleja más que atrae al fiel devoto. Tal vez sea esta la causa que nos ha llevado a esa ausencia del arte de belleza, por el que el Papa actual pide reflexión a los artistas para hacer que vuelvan a ese arte espiritual que mejor nos comunica con el trascendente.

El retrato como las imágenes de obras sacras nos elevan por sí mismas el espíritu, al tiempo que nos sugieren la bellaza pura, inmaterial  e infinita que nos lleva a Dios. “Deja que tu alma se conmueva, dice San Gregorio, al contemplar las bellas imágenes de los mosaicos y los magníficos frescos, que adornan las paredes, como si fueran mudos discursos celestes, plasmados en imágenes y color” (S. Gregorio de Nisa. Elogio de San Teodoro. PG. 46,747). Si la Iglesia progresó en fecundidad de mensaje expansivo, fue sin duda por las obras de arte, donde la belleza se trasmitía al alma, convirtiendo los objetos en espejos de hermosura divina y los espacios en arquetípicos evangelios de la Palabra. Y en las grandes revelaciones del arte, la belleza religiosa llenó el espíritu del hombre en verdadera catarsis y presencia del Espíritu de Dios, hasta hacerle entrar en éxtasis espiritual de belleza y conversión.

La belleza espiritual del arte, hay que vivirla en la Iglesia como una nueva revelación donde la palabra y la imagen estén íntimamente unidas, porque la misma Palabra es ya Imagen de Dios, imagen de gracia, de presencia y de salvación. En el retrato e imagen de Cristo se confirma más la Sagrada Escritura, de que nuestro espíritu ha sido creado a imagen y belleza de Dios. Si llevamos impreso ese deseo de belleza espiritual, es porque Cristo ha realizado ya ese  proyecto de santifica-ción en nosotros, la mayor belleza. Por eso el que ha comprendido el significado de la encarnación, la pasión y la resurrección del Verbo de Dios, lo ha comprendido todo, pues en Él está la verdad del cosmos, el sentido del ser humano y el destino de toda la creación. Desvirtuar la imagen de esa belleza, es profanar la obra de Dios “No profanéis vuestra imagen santa, obra del Creador, que es templo de Dios” (Lev. 22, 32).  “No convirtáis la casa del Padre en casa de mercado sucio(Jn. 2, 16).

Que este arte de la belleza del alma, se haga epifanía de Dios que ilumine de nuevo la imagen que nos hace ver mejor a Dios, especialmente a través de su palabra que trasciende toda sensación espiritual. Las bellas imágenes de los santos son las que traducen mejor el esquema espiritual de su experiencia de fe. Que ellas nos sirvan de luz interior que trasforme nuestra fragilidad humana, en auténtico recuerdo viviente de Jesucristo, que destruirá la vacuidad de otras imágenes que nos alejan de Dios. Nadie como los santos nos revelan el sentido estético de la belleza espiritual y su relación con el misterio de Dios.