No
obstante, reconocemos que retratar el alma como retratar a Dios, es imposible
representarlos adecuadamente, ya que pintar lo que no tiene forma visible, es
pintar lo que carece de imagen y color. Pero Dios se nos ha revelado encarnado
en la persona de su Hijo. Dios se hizo
hombre en Cristo y en su imagen vemos visiblemente el icono del que forma parte
del Dios invisible. Y partiendo de aquí, la Iglesia hace objeto primordial de
la pintura cristiana a Cristo, el hijo de María, al que el Evangelio nos presenta lleno de gracia y fuerza espiritual, cual
taumaturgo que cura enfermos, resucitando muertos, lleno de luz celeste en el
Tabor, como también resucitado y ascendido a los cielos, pletórico de vida y esplendor
en su nueva existencia.
Este es el punto del que queremos
partir: por medio de las obras artísticas, sensibles y visibles, ascender a la
contemplación de lo invisible y espiritual. Esto nos invita a dar otro paso más,
para llegar a ver corporalmente mediante expresiones y símbolos, la santidad de
la persona. El arte tiene ese poder mistagógico de revelar mediante formas la
realidad santa, no en sí misma, sino de manera misteriosa, como en un espejo en
el que vemos la imagen visible, no tangible, reflejo y semejanza de la imagen
real de la persona, aunque la figura de nuestra tosca naturaleza diste mucho de
la belleza y perfección espiritual del alma.
De ahí la gran importancia que tiene en
la vida espiritual, el que el hombre sepa armonizar las bellas cualidades y
virtudes de su alma con los hermosos rasgos de su interioridad y exterioridad, para
llegar a configurarse con la viva imagen del alma santa, creada por Dios, la
que constituye el espectáculo más bello que admirar se pueda. Después vendrá el
arte y nos ofrecerá ese instante místico lleno de espiritualidad. Sólo quien
contempla en la belleza la medida eterna, puede gozar mesurada y bellamente esa
presencia de lo divino. El arte se constituye aquí en el heraldo de gran
sabiduría, en el músico virtuoso y creador de armonía, pues a través de su
sabiduría artística y llena de color, nos ofrece la armonía más bella y elevada,
transformada en arte de belleza espiritual.
El verdadero retrato del hombre es la obra
maestra del divino y eterno artista. Reflejar el hombre interno en la viva
imagen de Dios, donde el puro espíritu se hace visible en la estatua que
representa al hombre, hecho imagen de Dios viviente entre los humanos, es el
buen trabajo del artista. El retrato de belleza espiritual tiene que
trasmitir destellos del hombre transido de espíritu y aflorando en su
naturaleza la presencia de lo invisible. Hacer que la gracia corporal se haga
auténtica gracia del espíritu y surja el hombre verdadero, oculto en el
interior que se revela al exterior, animado por el principio vital de la
belleza que vive en el alma, donde el
hombre se hace todo pneuma habitado por
la gracia divina.
En los modelos de los grandes maestros
de la pintura, se nos muestra al santo en total semejanza con Dios, sellada en su faz e imprimiendo
gestos de belleza divina que viven en su interior y sólo él sabe vivirlos en
esa contemplación de lo celeste. Así, cuando pintan la cabeza, como esfera
celeste, irradian la belleza perfecta de la gracia. Y en sus ojos pneumatizados
se manifiestan todos los matices de la vida espiritual, en contínuo diálogo con
el trascendente que sólo él sabe intuir en éxtasis de belleza. La boca
arqueada, como iris de multicolor belleza, actúa como miembro del logos que encarna
pensamientos de intenso amor en indecible dulzura. Pocas veces se pinta el
corazón, pero su cuerpo late enfervorizado a impulsos de de amor espiritual.
Las delicadas y artísticas manos, hablan por sí mismas como símbolos estigmatizados
en permanente donación. Todos los miembros se muestran en nobleza y perfección,
en armonía y belleza, como corresponde a tal dignidad, haciéndonos ver el
sentido del hombre nuevo que vive ya en la dimensión de lo celeste. Estos retratos de belleza que
trasmiten paz, no sólo dialogan con el
espectador, le conmueven en su interior, llevándole a la oración y contemplación,
sino que hacen sentir la belleza del espíritu y crean momentos doxológicos de
unión con el trascendente.
Sólo el hombre es el único ser viviente
que de las formas externas y sensibles puede concebir la armonía, la gracia y belleza
espiritual; como es el único capaz de contemplar y admirar la belleza exterior,
llenarla de luz y color, recreándola con capacidad para elevarnos hasta el
conocimiento de lo divino. Sólo los que tienen ojos sabios distinguen esas
matizaciones sutiles y espirituales que el artista ofrece a la contemplación. Como
sólo los ojos de bondad perciben en su interior la fuerza expresiva de la
imagen espiritualizada. Hoy se precisa urgentemente purificar nuestros ojos
para ver en el arte de Dios la belleza del alma, con frecuencia ausente en el
arte actual. El cristal opaco de un arte deforme nos impide que “el ojo del
espíritu” pueda disfrutar y contemplar estéticamente
ese arte sublime cuasi de naturaleza divina.
Nunca debió alejarse la Iglesia de
este arte. Pues en la medida que se dejó seducir por los modernismos
inexpresivos, presentando figuras con enrarecido hieratismo, frías, a veces
vacías y sin contenido, donde las imágenes distorsionadas presentan una
realidad deformada, inerte de espíritu, con escaso mensaje espiritual, más bien
pieza exóticas de museo que de iglesia, sin aleteo de presencia numinosa del
espíritu, donde la indiferencia se adueña sin provocarnos plegarias y deseos de
unión espiritual. Este arte aleja más que atrae al fiel devoto. Tal vez sea
esta la causa que nos ha llevado a esa ausencia del arte de belleza, por el que
el Papa actual pide reflexión a los artistas para hacer que vuelvan a ese arte
espiritual que mejor nos comunica con el trascendente.
El retrato como las imágenes de obras
sacras nos elevan por sí mismas el espíritu, al tiempo que nos sugieren la
bellaza pura, inmaterial e infinita que
nos lleva a Dios. “Deja que tu alma se conmueva, dice San Gregorio, al
contemplar las bellas imágenes de los mosaicos y los magníficos frescos, que
adornan las paredes, como si fueran mudos discursos celestes, plasmados en
imágenes y color” (S. Gregorio de
Nisa. Elogio de San Teodoro. PG. 46,747). Si la Iglesia progresó en fecundidad de mensaje expansivo, fue sin
duda por las obras de arte, donde la belleza se trasmitía al alma, convirtiendo
los objetos en espejos de hermosura divina y los espacios en arquetípicos
evangelios de la Palabra. Y en las grandes revelaciones del arte, la belleza
religiosa llenó el espíritu del hombre en verdadera catarsis y presencia del
Espíritu de Dios, hasta hacerle entrar en éxtasis espiritual de belleza y
conversión.
La belleza espiritual del arte, hay que
vivirla en la Iglesia como una nueva revelación donde la palabra y la imagen
estén íntimamente unidas, porque la misma Palabra es ya Imagen de Dios, imagen
de gracia, de presencia y de salvación. En el retrato e imagen de Cristo se
confirma más la Sagrada Escritura, de que nuestro espíritu ha sido creado a
imagen y belleza de Dios. Si llevamos impreso ese deseo de belleza espiritual,
es porque Cristo ha realizado ya ese
proyecto de santifica-ción en nosotros, la mayor belleza. Por eso el que
ha comprendido el significado de la encarnación, la pasión y la resurrección
del Verbo de Dios, lo ha comprendido todo, pues en Él está la verdad del
cosmos, el sentido del ser humano y el destino de toda la creación. Desvirtuar la
imagen de esa belleza, es profanar la obra de Dios “No profanéis vuestra imagen
santa, obra del Creador, que es templo de Dios” (Lev. 22, 32). “No convirtáis la casa del Padre en casa de
mercado sucio” (Jn. 2, 16).
Que este arte de la belleza del alma, se haga epifanía de Dios que ilumine de nuevo la imagen que nos hace ver mejor a Dios, especialmente a través de su palabra que trasciende toda sensación espiritual. Las bellas imágenes de los santos son las que traducen mejor el esquema espiritual de su experiencia de fe. Que ellas nos sirvan de luz interior que trasforme nuestra fragilidad humana, en auténtico recuerdo viviente de Jesucristo, que destruirá la vacuidad de otras imágenes que nos alejan de Dios. Nadie como los santos nos revelan el sentido estético de la belleza espiritual y su relación con el misterio de Dios.