domingo, 13 de diciembre de 2009

NATURALEZA Y ARTE, PARADIGMA DEL HOMBRE

En una visión teológica de fe, las cosas ya existían antes de la gran explosión cósmica, de hace más de esos quince mil millones de años que nos hablan los científicos.  Todo estaba ya en el corazón de Dios.  Porque “de El venimos y hacia El vamos”. Mucho antes Él ya había llenado de belleza y armonía la creación entera.  En su mente el arte fluía en todo, como sello indeleble y firma del gran artista: Dios.  La explosión sólo fue  el día fijado para colgar en la galería del universo, toda la obra realizada por su autor en el taller de la mente divina. Y en ella todo era esplendor, magnanificencia, pulcritud, inmensidad, luz y color, armonía y belleza sacra, símbolos de presencia, revelación del misterio… “Y vio Dios que toda la obra artística era bella y buena” (Gen. 1, 10).

Pero toda esa belleza universal, presente en la naturaleza que contemplamos, no fue creada para la ostentación de un lujo, o para impactar al adversario.  Aquí todo tiene sentido de vida y revelación, de presencia amorosa y don sublime, de solemne Palabra o Logos de vida que manifiesta y anuncia lo finito del infinito. Todo está proclamando esa manifestación gloriosa de  la eterna divinidad. En verdad, toda la naturaleza como el cosmos entero es una obra perfecta de arte divino, que responde a la idea suprema que Dios tiene en su mente. Él, imprimió en todas las cosas pinceladas de infinita belleza, en total semejanza con las perfecciones divinas. Todas reclaman un intelecto perfecto, con presencia y aleteo del Espíritu divino.

El cosmos, la naturaleza, el arte, el hombre, las cosas; todo es génesis, imagen e iconos sacros que proclaman ab aeterno, presencias de la divina belleza. Como respuesta, la naturaleza se renueva y se reviste cada día de belleza y arte, al tiempo que se hace contínuo cántico de alabanza, armonía y dignidad; cada día celebra en su seno nuevas  bodas llenas de fecundidad y de vida, engendrando e infundiendo impulsos  vitales  pletóricos de existencia, prolongando la vida y llenándola de presencias y gloria divina.

También en el hombre Dios ha infundido una luz virtuosa sobrenatural a modo de semilla o fermento de belleza, engendradora de armonía y arte. Y no se la ha concedido para “meterla debajo del celemín”, sino para ponerla en lo más alto, cual faro de luz,  que irradie  destellos  engendradores de  una creación  más perfeccionada. Y a la perfección se llega con esfuerzo y sacrificio, con reflexión y búsqueda sincera, abiertos a lo bueno, a la fe y al misterio. Lo banal, lo efímero, lo engañoso, como la vacuidad o el absurdo, son falacias que falsifican la verdad y la belleza. Pues sólo cuando las obras se revistan de pureza y de verdad, la creación verá cumplida la misión encomendada.  La verdad de su arte será  realidad de algo más sublime. Será una manera propia de revelar lo divino que lleva el hombre, impreso en el ideal de su conciencia. Su arte se volverá teológico,  casi sacralizado, trascendental. No será una religión, pero llevará al mismo fin. Se elevará sobre la naturaleza y su arte será obra del Espíritu, donde brille la verdad, la bondad y el bien.

Dicen que la naturaleza lleva en sí misma un germen de equilibrio que contrarresta las fuerzas del cosmos haciendo posible la vida del ser humano. También aquí toda la naturaleza no sólo se hace amiga del hombre, sino que se vuelve paradigma de arte, belleza y armonía. Arrancarla esos secretos en íntima mistagogía, sería revelar misterios que hablan de verdades más profundas. Misterios que siguen impresionando al hombre, ya que desde la prehistoria hasta nuestros días, el ser humano siente la necesidad de imitarla y de superarla. El arte es siempre superación, nunca debe ser regresión. Dejarnos arrastrar por la plaga de un arte errático dominado por la disonancia y vacuidad, es destruir  la historia, la belleza y el valor del arte que primordialmente es espiritual.

Para el hombre, el arte sería imposible si no existiera la naturaleza. En ella está el origen y la fuente inspiradora que refresca la sed insaciable que el hombre tiene de belleza. De ahí que el ser humano esté en continua comunión con ese  profundo espíritu creador que late  en su viva interioridad. Acude a ella porque es original, ya que nadie es original, y sólo en ella  encuentra  ese arte encarnado en la realidad. Millones de veces  se ha revestido de belleza para el hombre, ofreciéndole sorpresas de originalidad. Sin embargo, la belleza artística creada por el hombre es muy superior a la natural, porque emana del espíritu, que es siempre más elevado que la naturaleza. La misma belleza del mundo físico no tendría valor sino fuera reflejo de la belleza del Espíritu. Los teólogos dicen que sólo hay verdadera belleza cuando se participa del espíritu y engendra el espíritu. La verdad no existiría si no se nos manifestase o revelase. El arte no es la verdad, pero ilumina a la verdad, llena de luces la inteligencia y la abre a una sabiduría más sublime, porque el arte es encarnación del espíritu, ese espíritu que es origen y génesis del divino Espíritu.

Ante el arte el hombre se vuelve idealista y sueña al igual que Ulises, con la Itaca eterna, hacia la que avanza siempre atravesando el mar informe de la materia, hasta establecerse en la feliz orilla de la perenne eternidad. Para el hombre cada ensayo artístico condensa las experiencias del tiempo y la belleza. De ahí que “haga de la experiencia de la belleza terrestre, auténtica reminiscencia de la belleza eterna”; dice Platón, “Pues cuando buscamos la belleza regresamos a nuestro hogar”.  (Platón. Banquete 211. a-b.  Citado por J. Plazaola. Introducción a la estética. Universidad de Deusto. Bilbao 1991. pág. 30 y 322).  La belleza tiene una oculta relación con nuestra alma, la llena de armonía y perfecciona su ideal. Es constante estímulo de perfección e ideal fascinante para irradiar las perfecciones divinas impresas en el alma.

Sería una profanación si dijéramos que en la belleza natural está resumido todo. “La belleza de la naturaleza no es lo último; sólo es el heraldo de una interior y eterna belleza” (Emersón R. U. Ensayos y discursos. Citado por Plazaola, o. c. p 357).  Como sería un enorme error si el hombre viera la belleza de la naturaleza y no se preguntara por su verdadero autor. Ocultaríamos la verdad y multiplicaríamos los ídolos llenando nuestra vida de inútiles fetiches. El ser humano ha sido creado para algo más que la belleza exterior. Su destino es la integración total con la Belleza divina. De ahí que el ser humano debe estar siempre en continua búsqueda de la verdad, que va unida siempre al bien y la bondad, fundamentos que nos elevan a la Belleza sublime. Solo la belleza de lo verdadero es la que creará  espacios liberadores de gracia y bondad, como preludio de aproximación a la belleza del alma, reflejo de la Belleza de Dios.

Los nuevos éticos o maestros del moderno ethos (relación persona-naturaleza), amantes del naturalismo, intencionadamente nos están desviando de todo lo que tiene sentido espiritual. La vocación del ser humano es ser maestros y dominadores de la naturaleza, pero nunca para idolatrarla ni tampoco para desintegrarla. Aquilatar el arte, la belleza y la naturaleza  hasta un idealismo vaporoso, es correr el riesgo de caer en la nada (nihilismo). Hay que ser realistas. El hombre pertenece a lo real y a lo espiritual. Descubriendo lo real estaremos autodescubriéndonos, pues el ser humano es parte constitutiva del todo. Sólo ascendiendo de lo real a la belleza, llegaremos al sentimiento espiritual. Lo que nos invita a pensar que se impone, cada vez más, una revolución y búsqueda del arte espiritual. Lo que más se echa de menos en el arte actual, es la falta de ideas y de espiritualidad que eleven y liberen nuestra vida, frente a la vacuidad y disonancia del arte actual.

El hombre siempre ha sido creativo, artífice y fecundo; fecundidad que le ha llevado siempre  a la búsqueda de lo  trascendente, del contacto con lo divino.  Desde la antigüedad el hombre ha luchado por salir del anonimato, para encontrar, mediante el arte, una relación con el misterio que le ayuda a celebrar la vida. Dios está en el corazón del universo y el ser humano se siente integrado en él, sediento y anhelante de alcanzar la filiación divina. Justo es que nuestro arte se espiritualice y exprese, mediante imágenes la sublime Belleza  que le habla de Dios. Es en el espíritu donde impera otra realidad más alta. Es la verdad y el bien el que libera el interior del ser, es la belleza la que proyecta en el alma el verdadero gozo exterior, sustancial, sólido y lleno de viva realidad.

Si estamos huérfanos de belleza es porque necesitamos urgentemente una purificación. Necesitamos un nuevo Jordán que lave las manchas de nuestro arte de fealdad. Abandonar este desierto árido, desolador y ausente de belleza. Volver a la tierra prometida que mana belleza, armonía, dignidad y posibilita una vida animada por el gozo y la verdad. Volveremos a nuestro hogar cuando hagamos de lo espiritual y divino el centro de nuestro arte. Es necesario liberarnos de la perversión de un arte sin alma que deambula sin oriente. Sólo el cristianismo se liberó de la iconoclasia  cuando mostró con bellas imágenes a un Dios encarnado  y viviendo en carne mortal entre nosotros, un Dios que se hizo icono vivo en los mártires, en los santos y en todo hombre que vive lleno del espíritu de Dios, que busca e irradia  esa belleza del arte que hace a Dios el centro de la vida. Los místicos cristianos dicen que “Dios está en el centro del alma”, porque ella es  imago Dei, imagen del Dios viviente.