viernes, 18 de diciembre de 2009

EDUCAR PARA LA BELLEZA. Discurso de Benedicto XVI a los artistas (21-XI-2009)

La belleza ha sido nuestro tema durante 2009. La belleza es el comentario en nuestros días en revistas, diarios y charlas. Desde el 21 de noviembre de 2009, día en el que el Papa Benedicto XVI nos sorprendió con un magnífico discurso, ante unos ocho mil artistas de cine, música, arte, poesía etc., venidos de todo el mundo y celebrada en el marco artístico de la Capilla Sixtina, circundado de la exuberante belleza de Miguel Ángel, disertó sobre la fe y la belleza, como mensaje evangélico actual y como catequesis realizada por la Iglesia a lo largo de los siglos.

El Pontífice les recordó la tarea ingente de la Iglesia por derrotar la falta de esperanza, la maldad, el egoísmo y la superficialidad que se han adueñado de las creaciones actuales, como consecuencia del avance de un período de oscuridades, de la proliferación y coronación de espíritus enajenados por el poder, la banalidad, la soberbia y bajos instintos. Les invitó a sumarse a la Iglesia, para que con sus creaciones artísticas nos ofrezcan nuevas epifanías de belleza, que nos ayuden a ver mejor a Dios.
Educar en y para la belleza, fue el tema central del Papa, recordando a todos la necesidad urgente de volver a los caminos de la auténtica belleza. “La belleza es la última palabra que debemos olvidar, ya que ella no hace otra cosa que coronar, cual aurora de esplendor inalcanzable, el doble astro de la verdad y del bien, como su indiscutible relación con la belleza”.  (Discurso de Benedicto XVI. 21-XI-2009).

Este aldabonazo del Papa nos viene bien ahora que hemos perdido el sentido religioso del buen gusto y la belleza, ahora que nos hemos dejado seducir por un arte carente no sólo de belleza, sino falto de religiosidad y  dudosa  espiritualidad. Frente a este arte, el Papa presentó la “Via pulchritudinis”, camino de la belleza, como un reto para una nueva educación religiosa y evangelizadora. Durante varias décadas, taimadamente se nos ha querido meter un anti-catolicismo maquillado, pretendiendo responder mejor que el arte de belleza, ofreciendo a la Iglesia un arte cultural seudo-religioso, carente de belleza cuando no pagano. Arte que asfixia, priva de libertad y de dignidad.

Es tiempo de despertar, tiempo de educar para la belleza y la fe. No podemos dejar que se destruya el arte propio de la Iglesia, el arte de belleza y religiosidad. Si la sociedad quiere seguir la cultura de un arte vanguardista, a veces carente y vacío de belleza religiosa, queriendo tomar por asalto al mundo con una estética superficial, de maquillaje y de apariencia, con emociones dérmicas, sin profundidad ni fundamento, que lo haga, pero la Iglesia por su parte, tiene que defender su arte de fe y belleza espiritual. Benedicto XVI dice que la Iglesia tiene que ser “custodia de la belleza”, “guardián del arte”, espejo de espiritualidad donde todos puedan beber la riqueza inagotable de la belleza del espíritu. Creo que en esto no se puede ceder nada, pues estamos convencidos de que “la humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero no podría seguir viviendo sin la belleza” (Dostoyeski).

Si la Iglesia fue mecenas del arte en el pasado, e hizo vibrar al mundo llenándole de fe y belleza espiritual, ofreciendo a la humanidad caminos de cultura, de armonía y esperanza, fue porque supo crear un evangelio de arte espiritual de belleza que entraba por los ojos, un arte que no sólo entusiasmaba y enfervorizaba tanto a humildes como a sabios, sino porque en ese arte latía y se revelaba un espíritu religioso que llevaba al trascendente. Era un arte sacramental que elevaba la mente y la persona al estado de gracia, haciendo casi palpable la presencia real de Cristo, la ejemplaridad de la Virgen y los santos.

Prueba de todo esto, dice Benedicto XVI, son las obras maestras diseminadas en toda Europa en los siglos pasados, cuando el pueblo celebraba la fe en la liturgia  teniendo de fondo el arte de belleza, creando momentos de “sinfonía profunda de belleza”, ya que tanto la liturgia como el arte les llenaba de Dios, haciéndoles visible lo invisible. Testigo de ello son las “catedrales”, llenas de belleza espiritual, con armónico lenguaje que sensibiliza nuestro gusto.  “La fuerza del románico y el esplendor de las catedrales góticas, nos recuerdan que la “Vía pulchritudinis” es un camino privilegiado  y fascinante para llegar al Misterio de Dios”. Eran lugares de auténticas presencias de Dios, “donde los fieles podían rezar atraídos por la veneración de los Santos”. Y su arte de belleza era una “síntesis de fe y arte que expresaba armónicamente a través del lenguaje fascinante y universal de la belleza, traduciendo en sus líneas arquitectónicas el anhelo de las almas por Dios”. Y sus vidrieras con acentos mágicos, “eran cascadas de luz que caían sobre los fieles para contarles la historia de la salvación”.

Hay que educar para la belleza, porque “la belleza nos abre los ojos a la verdadera cultura, nos pone en  camino de la verdad y el bien,  camino de la santidad,  preparando  el encuentro  con Cristo,  que es  la Hermosura y Santidad encarnada por el Padre para la humanidad”. En Él está la verdadera razón de lo bueno, lo bello y lo verdadero, al tiempo que nos conduce a la suma bondad y amor de Dios, “Verdad primera, Bien supremo y Hermosura misma”. Él es el que irradia poder de atracción, donde está la realidad de perfección, la epifanía de santidad.  “Tarde te conocí, dice San Agustín, tarde te amé, oh belleza siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé”.  (San Agustín.  Confesiones. X, 27).

El camino de sabiduría para los creyentes es el camino de la belleza, “Vía pulchritudinis”. La belleza de la que nos habla Urs von Baltasar, dice el Papa, “esa belleza que abre horizontes de pensamiento a la contemplación de la belleza de Dios, de su Misterio y de Cristo, en quien Él se revela”. La belleza admirable de la creación, “donde el mundo está compenetrado del resplandor de Dios, donde la luz, las plantas y los animales, invitan a leer desde el interior y dan respuestas a las preguntas de su autor”.  Esa belleza que dice Platón “que nos hace llegar a los umbrales de la realidad suprema y el bien,  al mismo Dios”.  También Aristóteles, sigue diciendo el Papa, afirmó que “dentro de todas las cosas de la naturaleza existe algo maravilloso”.  El cosmos entero que ocupó el centro del pensamiento de los filósofos griegos, fue también el que ocupó el de los teólogos, los místicos y pensadores, como el de los filósofos de todos los tiempos, para dar respuesta en su estudio cosmogónico y encontrar el fundamento de toda la obra creada, cuyo artífice es Dios.

Y en esta obra maravillosa, nos dice Benedicto XVI, Dios ha dejado su verdadera imagen en el ser humano. “El hombre en su alma espiritual lleva un germen de eternidad”. En ella Dios ha puesto la luz de la inteligencia que tiene hambre de la verdad y sed de la hermosura infinita. En él “se trasluce la imagen de Dios invisible” (Col. 1, 15). Seducido el hombre por el mal, cayó en pecado. Pero Cristo le ha devuelto a la vida y “nuestros ojos ávidos de belleza se dejan atraer por el nuevo Adán, icono del Padre, esplendor de la gloria, revelado en el Hijo” y manifestado en la belleza del arte.

Este arte que ha llenado a la Iglesia de esplendor y expresa la interioridad del hombre y su espiritualidad, se ve amenazado desde hace algún tiempo por ciertas modas que se complacen en lo feo del arte, en el mal gusto, rayando lo grosero. Los artistas creadores de este arte lo defienden con la finalidad de sustituirle por el arte clásico, para suscitar el escándalo y mofarse de la belleza. Estableciendo de esta forma, como una pelea entre Dios y el Diablo, entre la belleza y la fealdad, el bien y el mal. En su discurso, el Papa nos avisa a los creyentes, del riesgo que se corre si nos dejamos atrapar por las redes camufladas de ese arte del mal, donde el icono de belleza se convierte en ídolo perverso, sustituyendo el fin por el medio, esclavizando la verdad y pasando el dominio a la tiniebla. En esta trampa ingenuamente han caído muchos, por falta de una preparación adecuada de la belleza.

Por eso, es urgente y necesario dejarnos educar por la belleza, teniendo formado un espíritu crítico, frente a los ofrecimientos de esa cultura de muerte, profundizando en conocimientos sensatos y de madurez. Un buen ejemplo es el de San Agustín, nos dice el Papa, que se sentía atormentado por el tiempo perdido, después de conocer la belleza de Dios. Que la belleza del bien no pierda su fuerza de atracción. Que las pruebas de la verdad  fortalezcan el sentido de la razón. Que la fe apoyada en la sabiduría del bien, nos haga profundizar más en el misterio de la belleza. Necesitamos urgentemente la educación en la belleza para sensibilizar nuestro espíritu y no ser fagocitados por el arte del mal gusto.

En un mundo dominado por la imagen del mal gusto, por lo banal y sexual, hay que contraponer la auténtica imagen de belleza que es la que dignifica la vida, nos llena el corazón del gozo de la gracia y nos lleva a la belleza de Dios. “Tenemos que promover la alianza fecunda entre el Evangelio y el arte, creando una nueva epifanía de belleza, nacida de la contemplación de Cristo, el Verbo encarnado, como del esplendor radiante de la Virgen María y el de los Santos”. De esta forma, el arte de la Iglesia seguirá siendo la “Vía pulchritudinis”, auténtico camino de evangelización que nos lleve al Dios de la belleza.

El Papa formuló algunas ideas para educar y crecer en la belleza. Entre otras, dice que hay que for-marse en la belleza para dar razón del misterio de Cristo, expresado en el arte sacro, la música y liturgia, organizar eventos culturales artísticos que actualicen nuestra sensibilidad, para apreciar y valorar el patri-monio de la Iglesia. Hacer publicaciones en revistas y medios actuales, mostrando la pedagogía del arte religioso y el sentido de la trascendencia. Sensibilizar los agentes de pastoral, catequesis y profesores de religión, en especial a clérigos y religiosos, a través de cursos de formación, seminarios, visitando museos.

La belleza de Cristo en la “Via pulchritudinis” puede ser un bello camino de santidad. La santidad cristiana nos configura con la belleza del Hijo. La Virgen y los Santos son reflejos luminosos de la belleza infinita de Dios. Todo el discurso es un extraordinario canto a la belleza que bien merece leerse pausa-damente para crecer en la santidad y belleza que nos configura con Cristo.

domingo, 13 de diciembre de 2009

NATURALEZA Y ARTE, PARADIGMA DEL HOMBRE

En una visión teológica de fe, las cosas ya existían antes de la gran explosión cósmica, de hace más de esos quince mil millones de años que nos hablan los científicos.  Todo estaba ya en el corazón de Dios.  Porque “de El venimos y hacia El vamos”. Mucho antes Él ya había llenado de belleza y armonía la creación entera.  En su mente el arte fluía en todo, como sello indeleble y firma del gran artista: Dios.  La explosión sólo fue  el día fijado para colgar en la galería del universo, toda la obra realizada por su autor en el taller de la mente divina. Y en ella todo era esplendor, magnanificencia, pulcritud, inmensidad, luz y color, armonía y belleza sacra, símbolos de presencia, revelación del misterio… “Y vio Dios que toda la obra artística era bella y buena” (Gen. 1, 10).

Pero toda esa belleza universal, presente en la naturaleza que contemplamos, no fue creada para la ostentación de un lujo, o para impactar al adversario.  Aquí todo tiene sentido de vida y revelación, de presencia amorosa y don sublime, de solemne Palabra o Logos de vida que manifiesta y anuncia lo finito del infinito. Todo está proclamando esa manifestación gloriosa de  la eterna divinidad. En verdad, toda la naturaleza como el cosmos entero es una obra perfecta de arte divino, que responde a la idea suprema que Dios tiene en su mente. Él, imprimió en todas las cosas pinceladas de infinita belleza, en total semejanza con las perfecciones divinas. Todas reclaman un intelecto perfecto, con presencia y aleteo del Espíritu divino.

El cosmos, la naturaleza, el arte, el hombre, las cosas; todo es génesis, imagen e iconos sacros que proclaman ab aeterno, presencias de la divina belleza. Como respuesta, la naturaleza se renueva y se reviste cada día de belleza y arte, al tiempo que se hace contínuo cántico de alabanza, armonía y dignidad; cada día celebra en su seno nuevas  bodas llenas de fecundidad y de vida, engendrando e infundiendo impulsos  vitales  pletóricos de existencia, prolongando la vida y llenándola de presencias y gloria divina.

También en el hombre Dios ha infundido una luz virtuosa sobrenatural a modo de semilla o fermento de belleza, engendradora de armonía y arte. Y no se la ha concedido para “meterla debajo del celemín”, sino para ponerla en lo más alto, cual faro de luz,  que irradie  destellos  engendradores de  una creación  más perfeccionada. Y a la perfección se llega con esfuerzo y sacrificio, con reflexión y búsqueda sincera, abiertos a lo bueno, a la fe y al misterio. Lo banal, lo efímero, lo engañoso, como la vacuidad o el absurdo, son falacias que falsifican la verdad y la belleza. Pues sólo cuando las obras se revistan de pureza y de verdad, la creación verá cumplida la misión encomendada.  La verdad de su arte será  realidad de algo más sublime. Será una manera propia de revelar lo divino que lleva el hombre, impreso en el ideal de su conciencia. Su arte se volverá teológico,  casi sacralizado, trascendental. No será una religión, pero llevará al mismo fin. Se elevará sobre la naturaleza y su arte será obra del Espíritu, donde brille la verdad, la bondad y el bien.

Dicen que la naturaleza lleva en sí misma un germen de equilibrio que contrarresta las fuerzas del cosmos haciendo posible la vida del ser humano. También aquí toda la naturaleza no sólo se hace amiga del hombre, sino que se vuelve paradigma de arte, belleza y armonía. Arrancarla esos secretos en íntima mistagogía, sería revelar misterios que hablan de verdades más profundas. Misterios que siguen impresionando al hombre, ya que desde la prehistoria hasta nuestros días, el ser humano siente la necesidad de imitarla y de superarla. El arte es siempre superación, nunca debe ser regresión. Dejarnos arrastrar por la plaga de un arte errático dominado por la disonancia y vacuidad, es destruir  la historia, la belleza y el valor del arte que primordialmente es espiritual.

Para el hombre, el arte sería imposible si no existiera la naturaleza. En ella está el origen y la fuente inspiradora que refresca la sed insaciable que el hombre tiene de belleza. De ahí que el ser humano esté en continua comunión con ese  profundo espíritu creador que late  en su viva interioridad. Acude a ella porque es original, ya que nadie es original, y sólo en ella  encuentra  ese arte encarnado en la realidad. Millones de veces  se ha revestido de belleza para el hombre, ofreciéndole sorpresas de originalidad. Sin embargo, la belleza artística creada por el hombre es muy superior a la natural, porque emana del espíritu, que es siempre más elevado que la naturaleza. La misma belleza del mundo físico no tendría valor sino fuera reflejo de la belleza del Espíritu. Los teólogos dicen que sólo hay verdadera belleza cuando se participa del espíritu y engendra el espíritu. La verdad no existiría si no se nos manifestase o revelase. El arte no es la verdad, pero ilumina a la verdad, llena de luces la inteligencia y la abre a una sabiduría más sublime, porque el arte es encarnación del espíritu, ese espíritu que es origen y génesis del divino Espíritu.

Ante el arte el hombre se vuelve idealista y sueña al igual que Ulises, con la Itaca eterna, hacia la que avanza siempre atravesando el mar informe de la materia, hasta establecerse en la feliz orilla de la perenne eternidad. Para el hombre cada ensayo artístico condensa las experiencias del tiempo y la belleza. De ahí que “haga de la experiencia de la belleza terrestre, auténtica reminiscencia de la belleza eterna”; dice Platón, “Pues cuando buscamos la belleza regresamos a nuestro hogar”.  (Platón. Banquete 211. a-b.  Citado por J. Plazaola. Introducción a la estética. Universidad de Deusto. Bilbao 1991. pág. 30 y 322).  La belleza tiene una oculta relación con nuestra alma, la llena de armonía y perfecciona su ideal. Es constante estímulo de perfección e ideal fascinante para irradiar las perfecciones divinas impresas en el alma.

Sería una profanación si dijéramos que en la belleza natural está resumido todo. “La belleza de la naturaleza no es lo último; sólo es el heraldo de una interior y eterna belleza” (Emersón R. U. Ensayos y discursos. Citado por Plazaola, o. c. p 357).  Como sería un enorme error si el hombre viera la belleza de la naturaleza y no se preguntara por su verdadero autor. Ocultaríamos la verdad y multiplicaríamos los ídolos llenando nuestra vida de inútiles fetiches. El ser humano ha sido creado para algo más que la belleza exterior. Su destino es la integración total con la Belleza divina. De ahí que el ser humano debe estar siempre en continua búsqueda de la verdad, que va unida siempre al bien y la bondad, fundamentos que nos elevan a la Belleza sublime. Solo la belleza de lo verdadero es la que creará  espacios liberadores de gracia y bondad, como preludio de aproximación a la belleza del alma, reflejo de la Belleza de Dios.

Los nuevos éticos o maestros del moderno ethos (relación persona-naturaleza), amantes del naturalismo, intencionadamente nos están desviando de todo lo que tiene sentido espiritual. La vocación del ser humano es ser maestros y dominadores de la naturaleza, pero nunca para idolatrarla ni tampoco para desintegrarla. Aquilatar el arte, la belleza y la naturaleza  hasta un idealismo vaporoso, es correr el riesgo de caer en la nada (nihilismo). Hay que ser realistas. El hombre pertenece a lo real y a lo espiritual. Descubriendo lo real estaremos autodescubriéndonos, pues el ser humano es parte constitutiva del todo. Sólo ascendiendo de lo real a la belleza, llegaremos al sentimiento espiritual. Lo que nos invita a pensar que se impone, cada vez más, una revolución y búsqueda del arte espiritual. Lo que más se echa de menos en el arte actual, es la falta de ideas y de espiritualidad que eleven y liberen nuestra vida, frente a la vacuidad y disonancia del arte actual.

El hombre siempre ha sido creativo, artífice y fecundo; fecundidad que le ha llevado siempre  a la búsqueda de lo  trascendente, del contacto con lo divino.  Desde la antigüedad el hombre ha luchado por salir del anonimato, para encontrar, mediante el arte, una relación con el misterio que le ayuda a celebrar la vida. Dios está en el corazón del universo y el ser humano se siente integrado en él, sediento y anhelante de alcanzar la filiación divina. Justo es que nuestro arte se espiritualice y exprese, mediante imágenes la sublime Belleza  que le habla de Dios. Es en el espíritu donde impera otra realidad más alta. Es la verdad y el bien el que libera el interior del ser, es la belleza la que proyecta en el alma el verdadero gozo exterior, sustancial, sólido y lleno de viva realidad.

Si estamos huérfanos de belleza es porque necesitamos urgentemente una purificación. Necesitamos un nuevo Jordán que lave las manchas de nuestro arte de fealdad. Abandonar este desierto árido, desolador y ausente de belleza. Volver a la tierra prometida que mana belleza, armonía, dignidad y posibilita una vida animada por el gozo y la verdad. Volveremos a nuestro hogar cuando hagamos de lo espiritual y divino el centro de nuestro arte. Es necesario liberarnos de la perversión de un arte sin alma que deambula sin oriente. Sólo el cristianismo se liberó de la iconoclasia  cuando mostró con bellas imágenes a un Dios encarnado  y viviendo en carne mortal entre nosotros, un Dios que se hizo icono vivo en los mártires, en los santos y en todo hombre que vive lleno del espíritu de Dios, que busca e irradia  esa belleza del arte que hace a Dios el centro de la vida. Los místicos cristianos dicen que “Dios está en el centro del alma”, porque ella es  imago Dei, imagen del Dios viviente. 

EL ARTE DE DIOS EN LA BELLEZA DEL ALMA

Hablar o pintar el alma es entrar dentro de lo espiritual, de lo intangible e invisible. También nuestros pensamientos son invisibles e intangibles, pero se hacen manifiestos al hablar, aunque a su vez la voz también sea invisible, pero el oído nos lo hace perceptible en nuestro interior, pasando así, de lo invisible a lo sensible y visible, haciendo posible que nuestro espíritu conozca los pensamientos y sentimientos de lo que es invisible e intangible. Y siguiendo este mismo razonamiento, el alma que es invisible y espiritual, se manifiesta en nuestro exterior a través de sentimientos, expresiones, movimientos y actitudes corporales, abriéndonos al conocimiento de lo invisible mediante lo visible.

No obstante, reconocemos que retratar el alma como retratar a Dios, es imposible representarlos adecuadamente, ya que pintar lo que no tiene forma visible, es pintar lo que carece de imagen y color. Pero Dios se nos ha revelado encarnado en la persona de su Hijo.  Dios se hizo hombre en Cristo y en su imagen vemos visiblemente el icono del que forma parte del Dios invisible. Y partiendo de aquí, la Iglesia hace objeto primordial de la pintura cristiana a Cristo, el hijo de María, al que el Evangelio nos  presenta lleno de gracia y fuerza espiritual, cual taumaturgo que cura enfermos, resucitando muertos, lleno de luz celeste en el Tabor, como también resucitado y ascendido a los cielos, pletórico de vida y esplendor en su nueva existencia.

Este es el punto del que queremos partir: por medio de las obras artísticas, sensibles y visibles, ascender a la contemplación de lo invisible y espiritual. Esto nos invita a dar otro paso más, para llegar a ver corporalmente mediante expresiones y símbolos, la santidad de la persona. El arte tiene ese poder mistagógico de revelar mediante formas la realidad santa, no en sí misma, sino de manera misteriosa, como en un espejo en el que vemos la imagen visible, no tangible, reflejo y semejanza de la imagen real de la persona, aunque la figura de nuestra tosca naturaleza diste mucho de la belleza y perfección espiritual del alma.

De ahí la gran importancia que tiene en la vida espiritual, el que el hombre sepa armonizar las bellas cualidades y virtudes de su alma con los hermosos rasgos de su interioridad y exterioridad, para llegar a configurarse con la viva imagen del alma santa, creada por Dios, la que constituye el espectáculo más bello que admirar se pueda. Después vendrá el arte y nos ofrecerá ese instante místico lleno de espiritualidad. Sólo quien contempla en la belleza la medida eterna, puede gozar mesurada y bellamente esa presencia de lo divino. El arte se constituye aquí en el heraldo de gran sabiduría, en el músico virtuoso y creador de armonía, pues a través de su sabiduría artística y llena de color, nos ofrece la armonía más bella y elevada, transformada en arte de belleza espiritual.

El verdadero retrato del hombre es la obra maestra del divino y eterno artista. Reflejar el hombre interno en la viva imagen de Dios, donde el puro espíritu se hace visible en la estatua que representa al hombre, hecho imagen de Dios viviente entre los humanos, es el buen trabajo  del artista.  El  retrato de belleza espiritual tiene que trasmitir destellos del hombre transido de espíritu y aflorando en su naturaleza la presencia de lo invisible. Hacer que la gracia corporal se haga auténtica gracia del espíritu y surja el hombre verdadero, oculto en el interior que se revela al exterior, animado por el principio vital de la belleza que vive en el alma, donde  el hombre se hace todo pneuma  habitado por la gracia divina.

En los modelos de los grandes maestros de la pintura, se nos muestra al santo en total semejanza  con Dios, sellada en su faz e imprimiendo gestos de belleza divina que viven en su interior y sólo él sabe vivirlos en esa contemplación de lo celeste. Así, cuando pintan la cabeza, como esfera celeste, irradian la belleza perfecta de la gracia. Y en sus ojos pneumatizados se manifiestan todos los matices de la vida espiritual, en contínuo diálogo con el trascendente que sólo él sabe intuir en éxtasis de belleza. La boca arqueada, como iris de multicolor belleza,  actúa como miembro del logos que encarna pensamientos de intenso amor en indecible dulzura. Pocas veces se pinta el corazón, pero su cuerpo late enfervorizado a impulsos de de amor espiritual. Las delicadas y artísticas manos, hablan por sí mismas como símbolos estigmatizados en permanente donación. Todos los miembros se muestran en nobleza y perfección, en armonía y belleza, como corresponde a tal dignidad, haciéndonos ver el sentido del hombre nuevo que vive ya en la dimensión  de lo celeste. Estos retratos de belleza que trasmiten paz, no sólo dialogan  con el espectador, le conmueven en su interior, llevándole a la oración y contemplación, sino que hacen sentir la belleza del espíritu y crean momentos doxológicos de unión con el trascendente.

Sólo el hombre es el único ser viviente que de las formas externas y sensibles puede concebir la armonía, la gracia y belleza espiritual; como es el único capaz de contemplar y admirar la belleza exterior, llenarla de luz y color, recreándola con capacidad para elevarnos hasta el conocimiento de lo divino. Sólo los que tienen ojos sabios distinguen esas matizaciones sutiles y espirituales que el artista ofrece a la contemplación. Como sólo los ojos de bondad perciben en su interior la fuerza expresiva de la imagen espiritualizada. Hoy se precisa urgentemente purificar nuestros ojos para ver en el arte de Dios la belleza del alma, con frecuencia ausente en el arte actual. El cristal opaco de un arte deforme nos impide que “el ojo del espíritu” pueda disfrutar y contemplar  estéticamente ese arte sublime cuasi de naturaleza divina.

Nunca debió alejarse la Iglesia de este arte. Pues en la medida que se dejó seducir por los modernismos inexpresivos, presentando figuras con enrarecido hieratismo, frías, a veces vacías y sin contenido, donde las imágenes distorsionadas presentan una realidad deformada, inerte de espíritu, con escaso mensaje espiritual, más bien pieza exóticas de museo que de iglesia, sin aleteo de presencia numinosa del espíritu, donde la indiferencia se adueña sin provocarnos plegarias y deseos de unión espiritual. Este arte aleja más que atrae al fiel devoto. Tal vez sea esta la causa que nos ha llevado a esa ausencia del arte de belleza, por el que el Papa actual pide reflexión a los artistas para hacer que vuelvan a ese arte espiritual que mejor nos comunica con el trascendente.

El retrato como las imágenes de obras sacras nos elevan por sí mismas el espíritu, al tiempo que nos sugieren la bellaza pura, inmaterial  e infinita que nos lleva a Dios. “Deja que tu alma se conmueva, dice San Gregorio, al contemplar las bellas imágenes de los mosaicos y los magníficos frescos, que adornan las paredes, como si fueran mudos discursos celestes, plasmados en imágenes y color” (S. Gregorio de Nisa. Elogio de San Teodoro. PG. 46,747). Si la Iglesia progresó en fecundidad de mensaje expansivo, fue sin duda por las obras de arte, donde la belleza se trasmitía al alma, convirtiendo los objetos en espejos de hermosura divina y los espacios en arquetípicos evangelios de la Palabra. Y en las grandes revelaciones del arte, la belleza religiosa llenó el espíritu del hombre en verdadera catarsis y presencia del Espíritu de Dios, hasta hacerle entrar en éxtasis espiritual de belleza y conversión.

La belleza espiritual del arte, hay que vivirla en la Iglesia como una nueva revelación donde la palabra y la imagen estén íntimamente unidas, porque la misma Palabra es ya Imagen de Dios, imagen de gracia, de presencia y de salvación. En el retrato e imagen de Cristo se confirma más la Sagrada Escritura, de que nuestro espíritu ha sido creado a imagen y belleza de Dios. Si llevamos impreso ese deseo de belleza espiritual, es porque Cristo ha realizado ya ese  proyecto de santifica-ción en nosotros, la mayor belleza. Por eso el que ha comprendido el significado de la encarnación, la pasión y la resurrección del Verbo de Dios, lo ha comprendido todo, pues en Él está la verdad del cosmos, el sentido del ser humano y el destino de toda la creación. Desvirtuar la imagen de esa belleza, es profanar la obra de Dios “No profanéis vuestra imagen santa, obra del Creador, que es templo de Dios” (Lev. 22, 32).  “No convirtáis la casa del Padre en casa de mercado sucio(Jn. 2, 16).

Que este arte de la belleza del alma, se haga epifanía de Dios que ilumine de nuevo la imagen que nos hace ver mejor a Dios, especialmente a través de su palabra que trasciende toda sensación espiritual. Las bellas imágenes de los santos son las que traducen mejor el esquema espiritual de su experiencia de fe. Que ellas nos sirvan de luz interior que trasforme nuestra fragilidad humana, en auténtico recuerdo viviente de Jesucristo, que destruirá la vacuidad de otras imágenes que nos alejan de Dios. Nadie como los santos nos revelan el sentido estético de la belleza espiritual y su relación con el misterio de Dios.

jueves, 5 de noviembre de 2009

CRISIS DE DIOS EN EL ARTE

Bien conocida es la crisis social que estamos padeciendo, de la que aún no sabemos cuando saldremos. Lo doloroso es que los que la padecen más terriblemente son siempre los humildes y los pobres trabajadores. Una mala administración nos ha llevado a estas consecuencias fatídicas de daños imprevisibles Pero aún más grave que esta crisis social es la crisis  espiritual, la crisis de las ideas religiosas, la crisis de la belleza de Dios. Esta arranca de la falta de fe. Cada vez hay más gente que se declara no creyente, “falto de oído y fe hacia lo religioso”, “falto de todo sentido hacia Dios”, gente atea, agnóstica, cuando no indiferente o no practicante

A lo largo de la historia  siempre han existido crisis religiosas, como han existido  personas y filosofías, escuelas y tendencias, con marcado acento perverso y antirreligioso declarando la muerte de Dios. No han faltado también seudo-científicos que declararon la destrucción del Reino de Dios, como no han faltado filósofos modernos, quienes en boca de Nietzsche remedaron y proclamaron a gritos el: “Dios ha muerto”. Grito vacuo e inerte que tuvo eco en ese crepúsculo negro de la Modernidad, inaugurando el reino de las tinieblas. Años más tarde, con alaridos de  apestados prolongará también el existencialista J.P. Sartre en sus ideas filosóficas la muerte de Dios, queriendo penetrar, aunque precariamente, sobre la esencia del misterio, sin dejar los túneles tenebrosos del  ciego enigma, queriendo aclarar la esencia y existencia.

También el mundo del arte se ha dejado seducir, incluso en parte se alimenta de estas filosofías como focos de identidad personal y cósmica, que son pura ilusión dañina y gravosa, reflejo de la ausencia de la belleza de Dios, donde se rompe y extorsiona el símbolo de comunión entre la comunidad humana y el trascendente divino, dando lugar a la desunión, el desgarro, la perturbación, el vacío y el sinsentido, ya que desaparece la belleza del misterio que nos iza a Dios. Ahora, estamos como suspendidos del vacío y sin ideas. Nos quema el fuego del Nirvana. Hemos entrado en el apagón de la luz y estamos huérfanos de belleza. Queriendo ser como dioses, hemos caído en la supina ignorancia y en la estulta sabiduría.

Como resultado, el Dios de la Belleza artística ha desaparecido y la crisis de belleza se hace cada vez más agravante, no parece sino que hemos entrado  en el reino del mal. De pronto, ese mal se ha revelado y se ha encarnado en el verbo del arte vacío, bien adornado de cortinas de humo para esconder el falso Nirvana que hay en su mundo, cuyo fin es alejarnos de esa infinita belleza que manifiesta la luz y la esperanza que nos viene de lo alto.

Hace algunos años, el erudito George Steiner ya lo anunció claramente, a propósito del pensamiento y el arte de los últimos tiempos. Lo que aparece y actúa en ellos “no es sencillamente un olvido, sino un teísmo negativo, un sentimiento particularmente intenso de la ausencia de Dios, o para ser más precisos, de Su retroceso. El “otro” se ha retirado de lo encarnado, dejando inciertos rastros profanos o un vacío que sigue resonando con la vibración de la partida. Nuestras obras estéticas exploran el vacío, la vacua libertad que llega de la retractación (Deus absconditus) de lo mesiánico y lo divino”. 

Si las obras de creadores de otro tiempo “representan la epifanía de una presencia real”, las de muchos creadores de nuestro tiempo, revelan, con no menos autoridad, “su encuentro  con una ausencia  real... donde hay una “teología cero” de lo “siempre ausente... La densidad de la ausencia de Dios, el límite de presencia de esa ausencia no es un giro dialéctico vacío... Es este “estar-allí” ausente, en los campos de concentración, en el baldío de un planeta mancillado, lo que se articula en los textos maestros de nuestra época”. (Georges.  Steiner  Presencias Reales.  2ª edición.  Barcelona   2001, pp. 288-290).

Son muchos los que en la Iglesia piensan y ven en esta situación un reflejo de la época que vivimos,  sufriendo una desesperanza sin precedentes  La escasez de arte  religioso significativo que padecemos, como la ausencia de artistas preparados, carentes de ideas religiosas en la mayoría, en total desconocimiento de la Palabra Sagrada, alejados de la fe y vivencias  eclesiales; no es posible crear un arte de belleza simbólico y con mensaje trascendente. No negamos el que tales artistas tengan habilidad y conozcan bien su oficio, lo que negamos  es su capacidad actual para crear el arte sacro y de belleza religiosa. No se puede dar lo que no se tiene. Y quien no tiene ni vive la fe, es difícil que pueda comunicarla. Si nuestros clásicos la trasmitieron era porque no sólo la vivían, sino que eran también grandes conocedores de las Escrituras, cuando no maestros y teólogos de la Palabra.

Muchos creen  que nuestro arte religioso, de seguir estos caminos, corre seriamente el peligro de ser fagocitado por ese arte del vacío, de la tiniebla, del arte fúnebre y de muerte, sin fe, sin belleza, sin ideas, opaco y ridículo, cuando no blasfemo; ya que, aunque no lo queramos, nosotros también estamos en el silencio fúnebre, del “funeral por nadie”, “ridiculizando la religión”, en la que se entonan  desafinadamente “cánticos de credos muertos”... Apartémonos de este “brutal enigma del fin”.  Salgamos de este interminable viernes de dolor y demos paso al domingo glorioso de una nueva resurrección.  No nos apuntemos más a la fila de los que han dado la espalda  al alba y el mediodía del arte de belleza, el arte sacro de presencia de Dios. Que se haga encarnación viva la belleza del Logos hecha arte canónico como objeto de amor y esperanza  cumplida.

En multitud de lugares la Biblia llama a Cristo “esplendor de la verdad, imagen luminosa de la gloria de Dios”, dándonos a entender que El es la impronta de todo, en cuya imagen “se encarnó el Verbo, el Logos”. En la imagen de ese Hijo de Dios está la expresión por antonomasia de la divinidad. En El se hizo visible la Luz divina que lo llena todo de verdad. En El se nos reveló lo que hay de más íntimo, sagrado, espiritual, eficaz, profundo y bello, se manifestó como imagen de Dios revelada en la figura humana; se hizo bondad, pensamiento, voluntad, acción, amor, belleza inagotable. Toda su vida humana  fue acción, predicación, pasión y resurrección, pura expresión de Dios en revelación con la fuerza invisible y eterna del Creador.

Si el universo entero aparece como obra artística de Dios, inspirada y arrebatadoramente bella, cuánto más debe brillar la luz de la hermosura en la imagen de Cristo y cuanto le rodea, ya que El es el  hombre puro y santo, resumen de ese “ser imagen de la creación y compendio de la revelación, tanto de Dios como del hombre”.  La Iglesia y los creyentes siempre hemos visto en El la autoexpresión viviente de Dios, el himno que resuena desde la eternidad como cántico matutino que glorifica la divinidad del Creador; sinfonía de luz que nos revela vivas presencias de Dios en infinita belleza; arquetipo manifestado como perfecto estrado donde Dios está  siempre presente y revelado.

Olvidar y abandonar esta multiplicidad de arte y de belleza, como presencia de Dios, concebida como el lugar de la alianza entre Dios y el hombre, lugares llenos de luz y de paz, de pura autenticidad y armonía, como acontecimientos reveladores y paradigmas de lo escatológico, para aliarnos con un arte efímero, vacío,  triste, desgarrado, sin belleza, sin fe, envuelto en sombras de muerte,  sin horizontes de esperanza y a veces con visos o expresiones blasfemas o ateas, sería un pecado en similitud al de los soberbios ángeles que abandonaron a Dios. Volver al arte de belleza es no sólo nuestro deber, es volver a la tierra nueva y al cielo nuevo, donde todo es  luz y presencia del edén celeste, donde Dios se nos revela mejor, se hace más visible, más Palabra, Verbo que se encarna en lo profundo de nuestro espíritu.

Una Iglesia sin arte espiritual y de belleza, no sería Iglesia. En un mundo donde lo espiritual se desprecia y se ha perdido la capacidad de ver la belleza, de contar con ella,  relegando su fuerza atractiva para mirarse en ella, es un mundo que conduce a la nada, un mundo idolatrado de sí mismo, que sufre la influencia dominante del vacío, carente de sabiduría celeste. Cuando el conocer se aparta del contemplar la belleza, se está renunciando profundamente a la comunicación del Trascendente. Los falsos trascendentes son “abortos mecánicos”. Lo que supone que el ser humano se vacía de su contenido esencial, pierde su raíz celeste, su sentido sagrado, alejándose de Dios y cayendo en el ser desnaturalizado, rodeado de la nada y en el vacío de la muerte.

Perder la belleza es como perder la espiritualidad del alma. La belleza cósmica exterior nos sirve de logro transfigurante. “La belleza salvará al mundo”  (Dostoievski). Pero también los nihilistas como los ateos la necesitan, aunque sólo para idolatrarla. En el icono de Cristo, como en el de la Virgen y los Santos, se ha manifestado la belleza espiritual. El Evangelio de San Juan ve el milagro de la Encarnación como la revelación de la Belleza, porque tal belleza introduce a Dios en el alma para hacerla semejante a Su Belleza. “La naturaleza entera espera gimiendo que su belleza sea salvada a través del hombre hecho santo” (Ro. 8, 22).

sábado, 16 de mayo de 2009

EL BEATO CLAUDIO GRANZOTTO: ARTISTA

También el santo es una obra de arte, en el que se compara a su vez con el artífice. Y todo hombre que vive en sí el arte de Dios, glorifica al artífice, y el artífice se glorifica en su obra, pues no somos nosotros los que creamos a Dios, sino Dios el que nos crea. De ahí que en la medida que colaboramos con Dios, más gloria recibimos, porque nos convertimos en instrumento de Dios. Cuanto más misterioso se revela Dios, más envuelve al hombre con su proximidad ardiente. El santo que vive integrado en la belleza de Dios, se transforma en el rostro de Dios, en icono de encarnación. De ahí que su arte sea signo luminoso que nos abre los ojos del corazón a la luz de Dios, a la belleza sublime que tanto anhelamos.

Claudio Granzotto.

Amadísimos hermanos y hermanas, junto con toda la Iglesia alabamos y damos gracias al Señor por los ejemplos luminosos de virtud y santidad que nos ofrece el beato Claudio Granzotto. Su vida fue un testimonio espléndido de la riqueza y la alegría de la vida consagrada. Después de haber buscado a Dios en el silencio, en la oración y en la caridad para con los pobres y los enfermos, fray Claudio supo expresar, mediante su arte de escultor, la profundidad de su alma franciscana, enamorada de la infinita belleza divina.
El beato Claudio indica a los jóvenes el esfuerzo por buscar la verdad evangélica y vivirla con su mismo entusiasmo, hallando en Cristo la inspiración, la energía y el valor de anunciarla a los hombres de nuestro tiempo. Sugiere a los artistas el espíritu de servicio, con el que pueden proponer el misterio inagotable de la encarnación de Cristo, a través del lenguaje del arte. Por último, dirige a los enfermos un mensaje de comunión y esperanza, invitándolos a ofrecer sus propios sufrimientos, en unión con el Crucificado, para el bien de la Iglesia y del mundo.
El ejemplo y la intercesión de este hijo humilde de Francisco de Asís aliente a cada uno a proseguir con fidelidad y constancia por el camino de la santidad, respondiendo generosamente a la llamada universal a la santidad y haciendo fructificar los dones recibidos del Señor.

L'Osservatore Romano

martes, 14 de abril de 2009

EL BUEN GUSTO

Tener buen gusto es tener  gran visón humanística, dar poder a los sentimientos elevados; dejar  que crezca la sensibilidad cultural que engrandece la persona; llenar la vida de valores éticos, morales y espirituales, donde la armonía, la estética y la belleza, afloran en todos los órdenes, al tiempo que se va creando el prototipo ideal de la persona. El buen gusto enriquece al hombre con multiplicidad de nobles sentimientos, le abre a la verdad y la belleza, al arte y la ciencia, al gozo placentero de la virtud, al tiempo que actúa en su persona como elemento cósmico y religioso que da sentido al misterio de la vida.

Queremos que nuestra reflexión sobre el buen gusto nos abra caminos de belleza, que nos ayuden a salir y luchar contra la cultura dominante del mal gusto que quiere imperar. Ya en el siglo V antes de Cristo, Protágoras dijo que: “el buen gusto del hombre es la medida de todas las cosas”, pero en nuestro tiempo, hay muchos empeñados en invertir la visión de Protágoras, haciendo que: “el mal gusto de las cosas sean la medida del hombre”.

No podemos cerrar los ojos ante ese mal gusto. El arte hoy vive una crisis aún peor que la social que padecemos. La crisis del mal gusto envilece la persona, deshumaniza la sociedad y la hace groseramente rebajar su dignidad. Ahí está como prueba ese vandalismo lleno de agresividad, la tosquedad de la xenofobia, la violencia organizada, el gusto estragado que algunos exhiben, como signo sensible de la falta de cultura y testimonio visible de la ausencia del buen gusto (Enrique González.  El Renacimiento del Humanismo. BAC. 2003).

Y si nos fijamos en el arte, el mal gusto no sólo ha roto la armonía de la belleza, sino que quiere arrasar, destruir e imponerse como un nuevo estilo de vida, a costa de dejarnos huérfanos de belleza. Lo terrible es que hasta algunos que se consideran como intelectualmente preparados, les parezca bien estas manifestaciones del mal gusto artístico e intenten que sean aceptadas por la sociedad, tal vez premeditadamente, para destruir los mejores valores de nuestra civilización, creando una cultura del vacío y de la muerte, en contraposición a la cristiana y espiritual.

Cada día tiene más adeptos esta cultura del mal gusto. El arte kitsch (palabra alemana que define a ese arte del mal gusto), quiere de nuevo imponerse. Incluso algunos hacen loas sobre ese arte tan vulgar de nuestro tiempo, para que sea la estética ideal imperante de nuestro gusto. La osadía de este movimiento, que exhibe un arte estéticamente considerado de lo más burdo y empobrecido, vacío y moralmente dudoso, es intentar convertir la verdadera estética en pantomima, desacreditándola de tal forma, que fácilmente se inocule el mal gusto y ejerza poder sobre la persona (Valerio  Bozal.  El gusto. Gráficas Rógar,  1996).

Para los no entendidos en el arte, les diré que el diccionario artístico define este arte como el más horroroso. Es el gusto por lo hortera y el placer por lo horrendo. Diríase que es la esencia del mal gusto llevado a su máxima expresión. Con hirientes colores en negro profundo, violetas y amarillos ácidos, tonos apastelados y chillones, magenta en excesivo matiz, con totales desajustes de formas y figuras, es su forma de expresarse. Sin embargo, sigue habiendo algunos que quieren elevar a los altares todo aquello que nos hiere la vista y flagela el criterio estético, porque su marcado fin es deseducar nuestro gusto y conseguir el efecto contrario, hasta dejar que ese arte nos atrape, cual  película de terror, y se habitúe en nosotros la estética de la perversión.

No es sólo este movimiento, junto a él camina el Arte Camp, el Pop Art, el Nuovi Nuovi, el Arte conceptual, el Arte abstracto, el Cubismo, el fauvismo, el futurismo, el dadaísmo, el surrealismo, vanguardismo y otros ismos similares.  Todos estos movimientos intentan crear  estructuras mentales que falsean la realidad, haciendo parodias que ridiculizan la verdadera estética y el buen gusto. Son gritos alarmantes que proclaman el descenso y bajo nivel de belleza de nuestro tiempo. No podemos ni debemos dejar que se prostituya el buen gusto que eleva y dignifica la persona. Y mucho menos debemos dejar que nos domine el arte del mal gusto, cambiando nuestra pauta estética, para dejar que impere el arte decadente que quiere constituirse en norma estética.

Si denunciamos este mal gusto es porque queremos que vuelva la belleza auténtica del buen gusto, que humanice de nuevo nuestro tiempo y nos llene los ojos de placer estético. Es necesario que retornemos a la  auténtica belleza estética; que ella se constituya en el centro mismo de las relaciones humanas, que llene nuestra vida y el mundo que nos rodea de viva armonía que da sentido, alegra y sacraliza nuestra existencia.

El buen gusto en el ámbito de la Iglesia ha sido siempre el criterio de valoración en el arte e iconos de belleza, mostrando la preferencia del gusto que eleva y sublima nuestros pensamientos, espiritualizando la vida hacia el trascendente.  Tener y cuidar la sensibilidad del buen gusto, como a su vez el sentido estético en el que florece la armonía y la belleza, es contribuir a crear recintos sagrados, dejando que el sentido espiritual se llene de placer estético, se universalicen los criterios de verdad, afloren las ideas y sentimientos religiosos, donde la vida recupera los valores permanentes y se historializa toda nuestra vida de sacra belleza.

Saber purificar el espacio de nuestro gusto desde el ámbito de la Iglesia, es saber culturizar el tiempo y la existencia apoyados en principios fundamentales, para que la vida recupere el estrado de belleza perdido, superando el tiempo y espacio de ese terreno marcadamente vacío. Luchar por hacer un mundo mejor, donde la tierra sea reflejo de lo celeste, es la misión de la Iglesia. Mejorar la naturaleza artística mediante el respeto y la armonía del buen gusto, es embellecerla, llenarla de criterios de riqueza humanística que polarizan nuestra existencia.

Si en la Iglesia volviéramos la  mirada a valores estéticos del medioevo, como también al arte del  renacimiento o del barroco, descubriríamos fácilmente cómo aquellos hombres reflejaron con el arte del buen gusto un oriente alentador, haciendo de la vida el ideal de búsqueda de la belleza y perfección, ofreciendo a las generaciones futuras connotaciones con sentido profundamente religioso, convirtiendo el tiempo y el espacio en lugar y presencia de Dios. Su idea era hacer del mundo un templo de belleza y de alabanza. En su concepción ordenaron el templo con estética y simetría, en perfecta analogía al cuerpo humano bien proporcionado. De ahí que “el templo recuerde al hombre tendido con los brazos en cruz, idea que lleva a pensar en la imagen del Crucificado”, juntando a la vez armonía, belleza, buen gusto y fe.

El que sienta hoy inquietud por la verdad, la bondad, el bien y la belleza, fácilmente descubrirá que el buen gusto se articula perfectamente con la gracia y la presencia del invisible; fundamentos para que la vida se eleve a grados más sublimes, haciendo que la existencia sea una mística del buen gusto que restituya las posibilidades de entrar en ese mundo mejor, habitado por la armonía y en conexión directa entre la gracia, lo sublime y el trascendente.

Se ha dicho de Sócrates que con su “bien pensar y ver las cosas bellas, bajó la filosofía del cielo para que habitara entre los hombres”.  Sin duda que la lámpara de sus pensamientos ha  sido el mejor espejo, donde muchos artistas  se han mirado para iluminar sus inspiraciones, ya que educando el gusto, la imaginación empieza a sustituir lo que extorsiona la belleza y abre ventanas internas a la configuración de la armonía, como cercanía de lo santo y perfecto.

El esteta Oliver Bruner señala el “estrecho parentesco que existe entre imaginación y buen gusto”.  Para él, tener mayor o menor delicadeza es lo que distingue a un hombre culto de otro vulgar. A partir de esta estructura psicológica podremos darnos cuenta la importancia del buen gusto frente a la inculturación humana. Todo lo que es bello, gracioso  y bueno, incide  siempre en nuestro gusto ofreciéndonos placer estético, ya que llena nuestro ánimo de encantos y gratas sorpresas.

Cuando miramos ese arte  del mal gusto sentimos herido nuestro interior, pues queramos o no, las imágenes de esos modelos dejan huellas en el universo del ser humano; de ahí las reacciones colectivas del pueblo sencillo, que sufre y experimenta en su mundo el vacío de la realidad amorfa. El arte cerebral es individual, frío, calculador, mientras que el arte de la belleza y del buen gusto es colectivo, dinámico, vibrante, sensible, está en contínuo proceso de danza espiritual, en energía de misteriosa revelación. En ese arte, el ser humano se siente integrado en el mundo de la armonía y la belleza espiritual, como se siente unificado con todos los seres y en su belleza descubre que es hijo del Supremo Hacedor. 

Queremos y debemos recuperar el arte del buen gusto, volver a experimentar a Dios en lo más sublime de su belleza, sumergirnos en el misterio que nos rodea, dejar que la existencia se sienta circundada por lazos espirituales que nos unen al trascendente, que todo se haga puerta abierta para el encuentro, vitalidad de sacramento, vivencia mística de la unión, gozo revelador de la gracia, proclama de belleza y amor en autodonación.

domingo, 22 de marzo de 2009

LA BELLEZA DEL UNIVERSO

El hombre ya no sabe mirar. Ha perdido la visión intuitiva del asombro. Está cerrando “el ojo del espíritu” a la luz de la belleza que emana del universo creado por Dios. De la admiración de la belleza cósmica, hemos pasado a mirar y comparar fría y calculadoramente las estrellas y galaxias entre sí. El misterio se multiplica, pero no la admiración de su belleza. Son los ojos de la fe los que mejor ven la revelación y belleza del misterio. La luz teofánica es la que ilumina y da sentido a  nuestra vida. Alejarnos de la luz del misterio es adentrarnos más en las tiniebla.

Se nos impone una reflexión, pues cada vez tenemos los ojos más enfermos dominados por la sensualidad. Cada día estamos más huérfanos de la belleza que engendra vida, a la vez que aumenta la debilidad para captar la luz verdadera del espíritu. Nuestro gusto para mirar y contemplar la belleza universal, como revelación y presencia de Dios, se está quedando eclipsado por todo lo humano, efímero, caduco y terreno. Los altos ideales por la conquista de la belleza, se han banalizado y rebajado a la exigencia del  aquí y el ahora.

Pero el cielo y la tierra, la existencia y el cosmos, el misterio y cuanto existe, siguen proclamando, en armónica sinfonía, al Dios presente y revelado en el universo; al que es infinito y lleno de belleza divina. La creación entera es un himno de belleza, una danza creativa de amor, luz esplendente engendradora de vida y armonía, espejo donde se proyecta la imagen del trascendente, lugar donde cada ser cobra el valor de mensajero, de presencia reveladora, de promesa amorosa y sacramental. Todo es misterio de creación continuada. Todo es magisterio cósmico de la Verdad, donde brilla la Belleza y la Sabiduría, en la inefable realidad que nos rodea; donde todo está  lleno de bondad, de certeza y realidad del que todo lo sustenta: Dios.  Dios lo llena todo y todo se hace vida y realidad en su Templo, (suntuoso símbolo del paraíso). Lugar al que nunca vamos, porque de él nunca salimos, ya que siempre estamos y moramos en él, pues “en El vivimos, nos movemos y existimos” (Hech. 17,  28).

De forma muy distinta han mirado los grandes pensadores de la humanidad al universo, donde para ellos, el cosmos era la gran Belleza y reflejo de Dios. Platón decía que “el mundo era una admirable sinfonía y cuyo resultado era la belleza” (En el Sofista, 228). Y Aristóteles va más lejos y dice que “la belleza del mundo nos produce intenso conocimiento y gran éxtasis en el alma” (Met. 7.1072). Y siguiendo esta línea, Plotino nos recuerda que “la belleza del mundo es arquetipo de la belleza del alma” (Enneades. I. 6,2). “Sólo el universo es perfecto”, decía Cicerón (De nat. deor. II 14) Y San Ambrosio canta jubiloso la belleza de la creación (PL. 14,368s). El mismo San Agustín nos recuerda, que “toda belleza procede y nos lleva a Dios” (Conf. X 34-35). Y el docto seráfico San Buenaventura, nos anima diciendo, que “nada deleita tanto como la belleza de Dios” (In II Sent. 13 a). Y siguiendo esta línea podríamos hacer una larga lista de pensadores tanto antiguos como más cercanos a nosotros,  donde todos coinciden que el cosmos es la gran revelación de Dios y donde Él se manifiesta lleno de esplendor y de Belleza.

Y si consultamos al texto Sagrado de la Biblia, desde sus primeras páginas deja bien asentado, cómo la morada de Dios que gravita sobre la belleza artística que sus dedos habían creado, era toda hermosa y bella (Gn 1, 31). Absolutamente bella, ya que Dios todo lo que hace es bueno y bello. Él todo lo hizo para ofrecernos acordes de armonía y hermosura a nuestro espíritu. Todo está sellado con el germen de su infinita belleza, a imitación de su perfecta e infinita sabiduría, estableciendo el Reino de la Belleza como sede del espíritu de la Belleza.

El hombre sin belleza no podría vivir, ya que ella nos libera de la angustia de la vida, nos da satisfacción, entusiasmo y nos evoca esa belleza infinita escrita en el corazón humano. La belleza es la que nos sustenta el espíritu, la que proclama el “esplendor de la verdad”. San Juan Crisóstomo dice que “la belleza es simiente de lo divino, ágape arraigado en el corazón humano” (N. Cabasillas, p. 155).  Y los SS. Padres dicen que “comunica a la persona el esplendor de la santidad”. Toda la obra de Dios es trasmitir su espíritu de belleza, para que penetre en lo más profundo de nuestro pneuma, esa “poesía sin palabras”, y esa luz esplendente y reveladora que “ilumine a todo hombre que viene a este mundo” (Jn. 1, 9).  En ese sentido, la Vida y la Luz se identifican con la Belleza, que nos llega como salida del “dedo de Dios”, “resucitada y resucitadora”. El salmista lo canta bellamente a ritmo de doxología: “Dios está revestido de belleza y esplendor” (Sal. 103, 1).

La pérdida de esta belleza en nuestro tiempo tiene unas consecuencias muy serias. La falta de sensibilidad por el buen gusto y la belleza, nos están llevando a la deshumanización y la falta de educación, como al desprecio de la vida, la violencia y falta de valores tanto humanos como  espirituales. Hoy se mete más ruido que nunca, se danza sin descanso y las horas de la noche son pocas para la diversión; pero estamos viviendo una época triste, oscura de belleza y de barbarie artística. Lo feo como contraposición a lo bello está de moda, como lo estuvo en los tiempos bárbaros. Hasta se premian obras de mal gusto y algunos fingen extasiarse ante figuras ininteligibles. Y cuando uno dice no entenderlo, queda como ignorante, inculto, atrasado, dándole de lado. Pero en realidad, la falta de belleza y armonía da pena, amargura, desazón, a veces hastío.

Como contraposición, está el buen gusto de algunos, que luchan por conservar y restaurar,  para que no mueran las obras de belleza que nos legaron los grandes Maestros. Incluso se intenta descubrir las bellezas ocultas en ruinas o abandonadas, porque tienen la belleza de lo clásico y están llenas de armonía, de símbolos y mensaje. Volver a contemplarlas en su originalidad, es recuperar la alegría, la luz y la belleza. Hacer que la tierra recupere esa iluminación de lo bello, para que los que nos precedan puedan recuperar el valor de la auténtica belleza y dignidad. Sólo en la belleza, considerada como luz y gracia, los humanos encontraremos el sentido de la vida, del gozo y la verdadera dignidad humana. Hagamos lo posible para que la luz y la belleza iluminen la vida sobre la tierra.

Y es que el sopor está haciendo estragos. Es necesario recuperar la capacidad de admiración; ver mejor  el mensaje cifrado establecido por Dios, en esa fascinante belleza universal que nos circunda. El cosmos no es sólo un escaparate o puente hacia Dios, es también el pacto en arco iris, que nos llena la vida de belleza y señala la casa del encuentro con el infinito amor de Dios. Ya el Maestro y místico Eckhart nos dejó dicho, “que sin el mundo, el alma no podría conocer a Dios ni ser feliz”. El mundo está en revelación permanente, es un misterio renovable con infinidad de sorpresas, una continua y nueva creación de belleza avanzada, santuario de la manifestación gloriosa del que es la Vida, la Verdad y la Belleza.

El ser humano necesita tanto de belleza como de pan. No podemos cerrar los ojos a la belleza, como tampoco cerrarlos al don de la imaginación, de la fantasía, la utopía, el sueño, la emoción, el símbolo, la poesía del espíritu o la armonía de la belleza, con la que Dios nos ofrece, en contínua alianza, el amor salvífico. Su Espíritu gravita siempre en nosotros. Ya los antiguos místicos nos decían que “el Espíritu habita la creación y renueva la faz de la tierra” (Sal. 103, 30).

El misterio se renueva y sigue siendo misterio, pero grita en la Cruz y quiere revelarse, hacerse siempre encarnación y resurrección. La mística evangélica es una mística de los ojos abiertos y las manos  operantes, siempre abiertas a la revelación de la belleza y misterio. El encanto del misterio como el de la belleza, es el que debe llenarnos de indecible arrebato. El misterio es el otro lado y lo más profundo de la realidad, pero es también la puerta reveladora de la Verdad y la Belleza. Nuestra fe es la que mejor penetra la realidad secreta del misterio. El que está en el misterio y no experimenta el espanto, la sorpresa o la admiración de la infinita belleza, es un vivo-muerto y sus ojos se han cegado. Einstein decía que “el misterio de belleza es algo tan fundamental en la vida, que la religión cósmica es el móvil más poderoso”. (En Cómo veo el mundo).

Que no sea la belleza efímera la que domine e imponga su gusto en nuestro tiempo.  Los teólogos, como personas cualificadas en la belleza espiritual, nos dicen que el mundo entero es una teofanía que proclama la inmensa belleza de Dios. Y que todo el cosmos es una bella sinfonía que proclama la Belleza divina. Todo está hecho a imagen de Dios y el hombre es imagen del universo. La Iglesia entera celebra la belleza divina que sustenta las cosas, como reflejo del Espíritu divino, ya que Dios mismo nos conduce a la belleza pura de la verdad. El hombre en su microcosmos lleva el germen de un “logos poético de belleza”. Es el Espíritu de Cristo, el Espíritu de Belleza, el que le conferirá la belleza perfecta.

jueves, 26 de febrero de 2009

EL DOMINIO DE LO FEO

Lo feo está de moda. Lo feo -lo carente de belleza estética y a veces símbolo del mal-, es lo que domina en el arte. El arte de belleza está de luto, pues se le intenta olvidar hasta darle la muerte. Decir hoy “arte radical”, es lo mismo que decir arte misterioso, arte ocultista, con el negro, como color de fondo. Se dice de él, que es un arte de aflicción, de dolor, enigmático, de angustia y de muerte. Pero a pesar de todo, se sigue imponiendo y desea llegar hasta el total triunfo. Por el contrario, a la belleza armónica, imagen de la belleza celeste, le queda la cada vez más lejana posibilidad, de que sus obras puedan llegar en el tiempo a ser de nuevo el concepto de belleza que invite a los hombres a mirar a lo alto para ver de nuevo las estrellas.

Desde hace varias décadas algunos pensadores intentan establecer e implantar una filosofía de lo feo, como contraposición a la armonía estética y a la bellaza. Desde Víctor Hugo, Eugene Sue, Charles Baudelaire y otros, se viene filosofando con la intercambiabilidad de lo bello por lo feo. Doctrina  que después fue adoptada como propia por el “socialismo romántico”, creando seres de naturaleza monstruosa y a veces de mal gusto, pero con el deseo oculto de destruir la belleza, reivindicando el derecho de lo feo y situándolo más allá del bien y del mal moral. Sin escrúpulos de mezclas entre el bien y el mal, lo bello y lo feo, poniendo sus ojos enfermos y cuajados de visiones nocturnas pobladas de horror, oponiéndose frontalmente al milagro de lo bello y lo trascendente, comenzaron su andadura, hoy repleta de seguidores. Algunos ejemplos de estas criaturas monstruosas los tenemos en “El Cuasimodo de Notre-Dame” de París, el “Triboulet de Le roi s´amuse”, ocultando lo bueno y lo bello, para que aparezca la pátina de lo opaco y repelente.

Desde comienzos del siglo pasado, cuando definitivamente se elaboraron las teorías filosóficas del primado de lo feo, quedó como axioma: “una obra de arte es tanto más bella y lograda, cuanto mayor es la falta de armonía y abunda el caos sobre lo que consigue triunfar”. A partir de entonces, lo feo dejó de ser inerte y adquirió un poder activo, peligroso agitador. Peldaño a peldaño, lo feo ha pasado de ser un enemigo astuto y tenaz, a ser el rey de la vacuidad, del engaño, la mentira y a veces la vileza, al que sólo se le puede combatir con la verdad de la belleza armónica, llena de luz, de bondad y de mensaje trascendente.

¿A dónde nos está llevando esta estética de lo feo? De momento a la confusión, a la pérdida de valores artísticos, a la destrucción del gusto, a la mentira y el engaño, pero sobre todo, camuflada en una sofisticada  manipulación de aparente estética, cada vez se va encaramando más en la cima de  lo “satánico”. Su golpe de muerte es dar un vuelco metódico a todo el orden simbólico de lo religioso, sagrado o trascendente; burlando o vilipendiando, a ser posible, a todo lo eclesial, lo celeste o al Dios trinitario. Se descubre, una vez más, que el mal, lo feo, envidioso de lo bello y lo bueno, cual belleza rebelde capitaneada por Lucifer, quiere derrocar al San Miguel de la  Belleza para constituirse él en dios. Lo terrible es que ahora, con su ingenua caricatura y su camuflaje de belleza e inocencia,  fascina a muchos que se hermanan en la playa  de la vacuidad placentera.

Toda la Palabra Bíblica, al igual que la historia, el arte sacro o el religioso en la Iglesia, ha conducido sabiamente a sus fieles, mediante símbolos de belleza, al conocimiento de la verdad, la bondad, la fe y la trascendencia. La belleza sublime nos habla y nos lleva siempre al “Dios vestido de gloria y esplendor” (Sal. 145, 5). De la belleza interna emana la gracia del cuerpo. La belleza evoca siempre lo celeste y la trascendencia de Cristo. Desde el primer eco del Génesis hasta la última palabra del Apocalipsis, la creación entera proclama la belleza de Dios y en ella gravita el arte subli-me del engranaje cósmico salido de sus manos. “Y vio Dios que todo era bello y bueno” (Gen. 1, 26).

Y ante esta belleza sublime, se trata de falsear la realidad, contraponer otra belleza; crear ambientes deleitosos que confundan, paraísos falsos que desfiguren la realidad, donde se inocule el virus de la frivolidad  sobre el  plasma de lo anormal  y enfermizo,  para  que  nazca la falsa  belleza, malsana y errónea, revestida de mentira y engaño. Con este pilar pernicioso, se falsifica mejor la historia, la vida, la belleza y la trascendencia. Pero de esta forma, el arte en su multiforme expresión de belleza puede quedar dañado, pues el granito que comenzó sin importancia, se ha convirtiendo en tumor cancerígeno que proclama la muerte.

Tanto lo bello como lo feo, son categorías serias que nos hablan enfáticamente del bien y del mal. Lo hermoso y bello nos habla siempre del bien, la bondad y lo celeste; mientras que lo feo y malo, hablan del infierno, como espacio atroz, cargado de sufrimientos, donde lo deforme y horroroso abunda, para que el mal sea completo. El arte de belleza habla de hermosuras y virtudes, de gracias y perfección; mientras que su opuesto, el feo, lo hace con la vulgaridad, lo chabacano, lo grosero y repelente. Y mientras que el arte de belleza es grácil, agradable, vital y esperanzador; el coro de su adversario se muestra lleno de tosquedad, confusión, es desagradable y con tintes de muerte. En el primero abunda el respeto y la libertad, mientras que el segundo la esclaviza.

Y a pesar de estas contrariedades tan opuestas, hay oposición al arte bello, mientras el feo, el mal, lo perverso, es lo que priva  en la sociedad como energía central de nuestro tiempo. ¿Quién entiende esto? Sólo se entiende desde la perversión, desde el abandono al que hemos llegado, desde la vanidad de estar a la última moda. Todo lo cual proclama la ausencia del buen gusto, la pérdida de sensibilidad, la baja cultura en la que estamos cayendo, como el poco interés porque brille la verdad, la bondad y la belleza estética...

Basta recorrer algunas galerías que exhiben ese arte del mal gusto, con objetos visuales de lo más esotérico y repulsivo. Cuadros descabezados, vacíos de contenido y sin nada, con título que despista o hace reír. Figuras grotescas, infantiles, enfermizas, de mal gusto, que enervan. Para qué seguir si en otras artes pasa lo mismo. Por TV. hemos visto los desfiles de Ferry Mugler, los de Jean Paul Gaulter, los barrocos de Versace o de Moschino, y lo que parece diabólico y grosero, se acepta como deleitoso, atractivo  y digno de imitar. Que extraño el que  surjan los hinchas del fútbol compitiendo para ir disfrazados de la forma más disparatada. Y no digamos del mal gusto de la tele-basura, los brotes nazis o racistas, las mafias, el arte de la estafa o corrupción, la muerte por encargo, las matanzas herodianas en los abortos...

Con el dominio de lo feo, del mal, el mundo entero ha ingresado en la UVI, de la corrupción y el terror. El dominio del arte de lo feo está destruyendo la vida de la belleza.  Ya no se trata de una fragmentación del valor, sino de un cambio total de valores. Cuando un cuerpo se descompone nos lleva a la macabra sinécdoque del fin de todas las cosas. Todo está dañado, la cultura, la política, las creencias, lo comercial, lo terreno y lo trascendente. Porque todo está reclamando una vuelta a la belleza, ya que el hombre no puede vivir sin la belleza.

Las fuentes del pasado pueden ser el bello mosaico a imitar, ya que entonces se pretendió construir un tiempo de belleza y hermosura, apoyando la vida sobre la armonía estética y el arte. Pues el arte de nuestro tiempo no puede dejar que la locura diga la última palabra. No podemos dejar que las piedras angulares fabricadas con esfuerzo y sudor durante varias civilizaciones, se vean demolidas por modas o filosofías que encierran perversión,  corrupción o deformación, que llevan a la negación y la muerte.

Los monstruos del Guernica, por más seguidores que tengan, dicen autores autorizados, como Ouspenski, William Congdon, Henrry Moore, entre otros, siempre serán un arte deformado, carente de belleza y sentido espiritual, amasado sin atisbo de aliento mesiánico. Ese arte sólo muestra la realidad mala con gritos sin esperanza. Pero la vida tiene también su belleza. Ese arte es fragmentario, caduco, irreal,  sólo se ve el cosmos del revés, en negativo, en túnel oscuro y sin luz, sin la belleza del color, sin trascendencia. Hacer de ese arte un estilo de vida, de estética ideal, es quedarse en una belleza patológica, creadora de monstruos, con rostros anormales, carentes de sentimientos que inviten a la esperanza. Ese arte de Picaso, modelo de lo feo y deforme, podrá tener muchos seguidores que no sepan salir de ahí. Pero siempre será la proclama de la disonancia, como articulación y exigencia de un arte triste, que desconoce la belleza y la esperanza humana. Quedarse ahí, es hacer catarsis con ese viacrucis de lo feo, donde no se vislumbra un horizonte redentor. Sólo la belleza nos salvará, decía Dostoievski. Dios es la suma Belleza y su Belleza es inagotable de formas. Buscadla y viviréis (Amos 5, 4).